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Pederastia clerical impune

Los depredadores sexuales y sus encubridores aún gozan de impunidad, y las víctimas siguen esperando justicia. | Agustín Castilla

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Escrito en OPINIÓN el

En estos últimos días del año, dos anuncios han puesto de nuevo sobre la mesa de discusión un tema de gran importancia -y gran dolor- que durante décadas la iglesia católica trató de mantener en silencio: los casos de violencia sexual contra niñas, niños y adolescentes perpetrados por sacerdotes, entre los que se encuentra el fundador de los Legionarios de Cristo.

El primero de ellos, se refiere a la decisión del Papa Francisco de eliminar el secreto pontificio o también conocido como “ley del silencio” en relación con abusos sexuales, y que en muchas ocasiones ha sido utilizado para encubrir a los agresores e impedir que se presentaran denuncias o se proporcionara información a las autoridades judiciales, por lo que formaba parte de las recomendaciones que en 2014 emitió el Comité de los Derechos del Niño de la ONU y también fue una exigencia de organizaciones de víctimas en la cumbre vaticana contra la pederastia celebrada en el mes de febrero.

El otro, que ha desatado diversas reacciones, es el informe que presentó la congregación de los Legionarios de Cristo sobre casos de abuso sexual infantil cometidos en nuestro país por integrantes de esa congregación entre 1941 y 2019. En este informe, reconocieron cuando menos 175 casos que lograron documentar, de los cuales 60 son imputados a Marcial Maciel y el resto a 32 sacerdotes que si acaso fueron acreedores a alguna sanción interna.

Previamente emitieron un comunicado pidiendo perdón a 6 víctimas del padre Fernando Martínez de entre 6 y 11 años, cuya primera acusación data de 1969 y, a pesar de ello, este sacerdote pederasta continuó trabajando en escuelas y seminarios de los legionarios teniendo contacto directo con alumnos y seminaristas con el consecuente riesgo que implicaba para los menores de edad. Este es un claro ejemplo de que lo realmente importante, su principal preocupación, era evitar el escándalo, para lo cual trasladaban al victimario a otro estado, y presionaban a los familiares de las víctimas para que no denunciaran convirtiéndose en una práctica institucional, y que salió a la luz gracias a la determinación de la conductora Ana Lucía Salazar, quien fue violentada por Fernando Martínez a los ocho años.

Tanto el levantamiento del secreto pontificio como el reconocimiento de los legionarios constituyen medidas pertinentes que apuntan en la dirección correcta, pero son demasiado lentas, tardías e insuficientes puesto que los daños causados son irreparables y siguen estando muy lejanas dos condiciones básicas: el acceso a la justicia y la garantía de no repetición. Es necesario entender que no se trata de pecados que deban castigar las iglesias conforme a su normatividad interna -como condenarlos a una vida de reflexión o prohibirles oficiar misa-, estamos ante delitos graves que deben ser investigados y sancionados por las autoridades civiles por lo que la obligación de la jerarquía eclesiástica era dar parte de inmediato al ministerio público y no apostar a que, con el paso del tiempo desaparecieran las evidencias y prescribieran los delitos.

El propio arzobispo Rogelio Cabrera, presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano, ha señalado que el informe es indicativo de que hubo una cobertura criminal muy grande y un silencio cómplice de quienes tuvieron conocimiento y no denunciaron los abusos ocurridos hace más de 70 años. Sin embargo, la realidad es que los depredadores sexuales y sus encubridores aún gozan de impunidad, y las víctimas no solo siguen esperando justicia, sino que incluso son revictimizados por quienes, en su afán por defender a la Iglesia, cuestionan la veracidad de los hechos y acusan de que lo único que los mueve es el lucro económico incrementando su dolor y el enojo de una sociedad que reclama acciones contundentes contra la pederastia clerical.