Main logo

Lo normal y la normalidad

Se dice que algo es normal cuando es regular o habitual, cuando es parte de nuestro devenir cotidiano, de la normalidad. | Elena Estavillo

Por
Escrito en OPINIÓN el

La palabra normal siempre me causa problemas de comunicación. Me encantan los datos y la estadística y por eso no puedo evitar entender lo normal como una curva, una campana, una imagen que me recuerda a la boa del Principito, que digiere un elefante.

La curva normal es una forma de distribución de probabilidad ampliamente usada porque nos permite modelar numerosos fenómenos sociales y naturales. Parece una campana ya que la mayor parte de lo que observamos se ubica al centro de la curva, con pocos elementos apartándose a los extremos, simétricamente de uno y otro lado.

Aplicando esa noción de una manera más coloquial, se dice que algo es normal cuando es regular o habitual, cuando es parte de nuestro devenir cotidiano, de la normalidad.

Así que, cuando escucho que no es normal que te puedan asaltar en cualquier momento, que la ley se acate al antojo y criterio de cada persona, que las autoridades manejen sus propios datos, que se discrimine a las mujeres en espacios públicos y privados, o que una adolescente simplemente salga de su casa y nunca más regrese, mi mente reacciona de inmediato señalándome que sí, que todo eso es obscenamente normal.

Es normal porque ocurre frecuentemente. No se trata de eventos aislados o excepcionales. Es normal porque ha invadido nuestra realidad cotidiana.

Hace tiempo viviendo en Francia, platicaba con una vecina libanesa en la pequeña cocina que compartíamos. Me contaba cómo a pesar de la guerra civil que sufrían desde hacía muchos años en su país, habían aprendido a seguir adelante con su vida. Por ejemplo, cuando celebraban fiestas, el anfitrión se preparaba para alojar a todos sus invitados, que pasaban la noche allí hasta la mañana siguiente, cuando podían salir libremente de nuevo a la calle. Me compartía también sobre los cuidados que había que tener al andar al descubierto, para no convertirse en víctima de ataques.

Yo la escuchaba impresionada, tratando de asimilar cómo frente a las circunstancias más terribles puede surgir esa capacidad de las personas para sobreponernos, “normalizar” la adversidad y enfocarnos en aquello que nos mantiene positivas.

Parece difícil recordarlo, pero, en esa época, México era un país bastante pacífico, lo que me daba una perspectiva muy alejada de lo que me estaba relatando.

Mientras yo me distraía en esas reflexiones, y después de escuchar que yo venía de la Ciudad de México, ella exclamó que nunca podría vivir en un lugar así, donde en cualquier momento podría haber un terremoto.

En ese momento me di cuenta de que yo también había aprendido a vivir con esa amenaza latente. La había asimilado y naturalizado. Ya viví dos temblores muy grandes y ninguno de ellos me ha llevado a salir corriendo, a pesar de que esta no es mi ciudad natal.

La normalización de la adversidad, donde llegamos a la aceptación anímica que nos permite compartimentar una parte de la realidad que nos asusta, tiene algo positivo y algo negativo. Lo bueno es que nos deja sobreponernos, lo malo es que nos lleva a aceptar lo que no debería ser.

Después de varios meses de confinamiento o al menos distanciamiento, veo con preocupación que la pandemia se normaliza. Más aún, se invisibiliza. Numerosas personas comienzan a retomar sus actividades, lo que es entendible. Podrían abordarlas adoptando las precauciones necesarias y, sin embargo, lo hacen como si el virus hubiera desaparecido, como si mágicamente nos hubiéramos vuelto inmunes. Sin cubrebocas, sin distancia, sin lavado de manos; regresando a las aglomeraciones, a las reuniones sociales; tal y como se hacía antes.

Pero en México siguen muriendo muchas personas. Somos uno de los países con peores resultados ante la crisis sanitaria. ¿Nos estamos acostumbrando a la enfermedad y la muerte, así como normalizamos en algún momento la violencia que se instaló entre nosotras?

No normalicemos estas muertes. No normalicemos lo inaceptable.

El estado de negación es una forma de supervivencia, pero una muy aciaga, porque nos hace seguir caminando al filo del abismo con los ojos cerrados. No se trata de quedarnos inmóviles, sino de tener la entereza para reconocer la realidad, aceptarla y enfrentarla.

Exijamos mejores políticas públicas, una verdadera rendición de cuentas y mayor transparencia. También, como ciudadanas[1], entendamos nuestras responsabilidades y hagamos, cada quien, lo que nos toca. Todas, todos, como sociedad, somos quienes construiremos la normalidad que nos espera.


[1] En esta columna se usa el “femenino neutral” para sensibilizar sobre la importancia del lenguaje incluyente, cuando se trata del plural con la presencia de al menos una mujer o del singular donde la sujeta está indeterminada.