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Libertad de expresión vs. discurso de odio, una delgada línea

Hay quienes consideran que uno de los grandes retos actuales consiste en garantizar “paz y seguridad digital” para todas las personas. | Leonardo Bastida

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Escrito en OPINIÓN el

En menos de dos minutos, el futuro de un semanario francés de sátira de 45 años de trayectoria y la idea de la libertad de expresión se ponían en entredicho. Antes del mediodía del 7 de enero de 2015, los hermanos Kouachi, vinculados con Al Qaeda, ingresaron a la redacción del semanario francés Charlie Hebdo, ubicada en París, e iniciaron una balacera en contra de quienes se encontraban presentes. El saldo fue de 12 personas muertas y 11 heridas.

Los sucesos desataron que miles de personas salieran, en los días posteriores, a las calles de diferentes ciudades francesas, bajo el lema “Yo soy Charlie Hebdo” en apoyo a la publicación y al derecho a la libertad de expresión. Entre tanto, hubo quienes señalaron que los responsables de la situación eran los propios integrantes de la revista al publicar caricaturas sobre Mahoma. Desatándose así un debate global sobre los alcances y las restricciones de la libertad de expresión.

A finales del siglo XVIII, tras la culminación del movimiento de independencia de Estados Unidos y la Revolución Francesa, uno de los derechos asentados en los documentos emanados de dichas movilizaciones sociales fue la libertad de expresión, como una garantía para que el Estado no tuviera injerencia en la difusión de ideas ni pudiera sancionarlas, como había ocurrido hasta ese entonces, pues los gobiernos tenían un carácter absolutista y controlaban lo que se publicaba en las gacetas, pasquines, libros y otros mecanismos de difusión. El único antecedente era Inglaterra, donde en 1695 se legisló en materia de censura a las publicaciones.

Así, la libertad de expresión surge como un derecho de corte liberal, cuya finalidad ha sido “permitir el ejercicio del resto de las libertades”, como lo ha explicado el filósofo mexicano, Jesús Rodríguez Zepeda.

Al respecto, Gustavo Kaufman, en su libro Odium dicta. Libertad de expresión y protección de grupos discriminados en internet, plantea que el principio filosófico en el que se sustenta la libertad de expresión es la tolerancia, pues “una sociedad tolerante es una sociedad que, ante todo, tolera casi todas las expresiones posibles”. Por esa razón, se concibió que la libertad de expresión debe ser “la posibilidad, lo más ilimitada posible, de expresar frente a toda otra persona todo sentimiento, pensamiento, idea o propuesta, sin importar su contenido ni su forma, debiendo justificarse debidamente cualquier limitación a esta posibilidad de expresión según los cánones de cada sociedad libre”. Además de ser “indispensable para la formación de la opinión pública”.

Por esas razones, ha sido un derecho recelosamente protegido. En el caso de México, integrado a la Constitución desde 1857, cuando se promulgó el primer ordenamiento constitucional de corte liberal, y después, retomado y actualizado en la de 1917, vigente hasta hoy en día.

De igual manera, diversos documentos sobre derechos humanos como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en 1948, en su artículo 19, la Convención Americana de Derechos Humanos, en su artículo 13; la Convención Europea de Derechos Humanos, en su artículo 10; la Carta Africana de Derechos Humanos y del Pueblo, en su artículo 9, lo protegen y salvaguardan.

Sin embargo, en los últimos años, ha sido, justamente, a través de la vía jurídica, y después de los sucesos de aquella mañana parisina, que en varias ocasiones, se han puesto en entredicho los límites y alcances de la libertad de expresión, registrándose varios casos, en países como México, donde se ha prohibido el uso de ciertas palabras o de ciertos signos, ante la posible irradiación del odio a través del discurso.

Hablar de odio como tal podría resultar ambiguo en el sentido que el concepto podría ser muy amplio, si se toman en cuenta todos los factores que lo propician, o muy reducido, si sólo se le pretende ver como un derivado de la ira. Al respecto, la especialista en teoría crítica, Sarah Ahmed, argumenta que el odio “es un afecto producido por la historia”, es decir, se construye socialmente a partir de prejuicios arraigados hacia ciertos sectores.

Y dicho odio, vertido en las palabras, se ha denominado discurso o expresión de odio, concepto que surge en asociación con el de “crimen de odio”, para explicar que está motivado “por la pertenencia de la víctima a un cierto grupo social…” y tiene como una de sus principales características “la intencionalidad de provocar violencia, discriminación u hostilidad contra personas o grupos con ciertas características”.

Para la organización Artículo 19, el discurso de odio puede subdividirse en tres categorías: incitación al genocidio y otras violaciones a la ley internacional; discurso de odio que puede restringirse para proteger los derechos o la reputación de otros, o para la protección de la seguridad nacional o el orden público o la salud pública o moral, y discurso de odio legal que genera preocupación en términos de tolerancia.

En tanto, en México, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha definido a este tipo de discursos como “…aquellos que incitan a la violencia —física, verbal, psicológica, entre otras— contra los ciudadanos en general, o contra determinados grupos caracterizados por rasgos dominantes históricos, sociológicos, étnicos o religiosos”.

Autores como Kaufman consideran que en este siglo, al abrirse un mayor número de canales de comunicación, los ecosistemas mediáticos se han modificado al grado que los mensajes vertidos en el ciberespacio, sobre todo las redes sociales, adquieren una relevancia inmediata y aparentemente fugaz, pues suelen quedar almacenados en espacios digitales, pudiendo afectar a la integridad de las personas, pues si bien se achican los caminos para la intercomunicación entre las personas, también resurgen “los fantasmas de odios” y encuentran en la interfase digital, un espacio para diseminarse de manera amplia.

El sociólogo argentino Silvio Waisboard, especialista en medios de comunicación, a través de una reciente publicación en el diario El Clarín, ha señalado que “internet potencia los costados más oscuros y complicados de la humanidad – odio, abusos, desinformación, narcisismo, explotación, ansiedad, vigilancia personal y social”, distanciándose del discurso entusiasta sobre la interconectividad y las comunicaciones digitales.

En una entrevista publicada en Milenio, a propósito de los cinco años del ataque a la redacción de Charlie Hebdo, Philippe Lancon, escritor y colaborador de la publicación al momento de los sucesos violentos, donde resultó herido de bala, y cuyo rostro fue reconstruido tras 20 cirugías, ha señalado que en nuestros días, “el odio circula como la información”, advirtiendo que “las malas ideas circulan más que las nuevas”, tratando de polarizar a la sociedad.

En estos tiempos de posverdad y de noticias falsas y de la urgencia de la verificación de la información compartida en los medios de comunicación, el debate no se ha cerrado. Hay quienes consideran que uno de los grandes retos actuales consiste en garantizar “paz y seguridad digital” para todas las personas mediante diversos tipos de estrategias, incluida la limitación de la libertad de expresión. Y hay quienes, como el propio semanario Charlie Hebdo, que como parte de su publicación especial a cinco años del atentado, consideran que existe una “nueva censura” hacia la libertad de expresión respaldada por lo que se considera “políticamente correcto” y se sustenta en la posibilidad del anonimato de las redes sociales, generándose una “nueva dictadura”.