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¿Juntos por la paz? (1 de 2 partes)

En la concepción gubernamental la promoción de las artes y de las actividades culturales son herramientas para recomponer el tejido social. | Edgar Guerra*

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Escrito en OPINIÓN el

En la conversación pública se han discutido distintos programas para frenar la violencia generalizada que aqueja a nuestro país. Desde la solución militar, hasta las propuestas sensatas de legalización de mercados ilegales, el abanico de alternativas planteadas ha sido amplio y rico. Ante ello, si bien la administración de Andrés Manuel López Obrador ha optado por caminar en espiral, —y, por tanto, regresar sobre los pasos de sus predecesores—, cabe decir que, desde el inicio de su sexenio, su gobierno ha retomado, si bien con timidez, el tema de la construcción de paz, lo que ha tratado de traducir en planes y acciones de gobierno.

En específico, tanto a través de la campaña Juntos por la Paz, como mediante el programa Cultura Comunitaria, en la concepción gubernamental la promoción de las artes y de las actividades culturales aparecen como herramientas o mecanismos que posibilitan recomponer el tejido social, restituir el sentido de comunidad y construir resiliencia. Todas ellas condiciones necesarias, y podría decirse suficientes, —desde la perspectiva de la 4T— para construir esa tan anhelada paz.

Pero ¿qué tan prometedora resulta esta alternativa? En esta primera entrega mostraré cómo se han pensado y usado a las artes y las actividades culturales en contextos de conflicto para, en una segunda entrega, analizar los programas y acciones de gobierno de la administración de AMLO que tienen por objetivo construir paz.

Desde mediados del año 2000 y, sobre todo a partir de las primeras manifestaciones de los efectos perversos y las consecuencias no previstas de la llamada “guerra contra las drogas”, tanto instituciones de gobierno como grupos de la sociedad civil comenzaron a recurrir a la idea programática de la construcción de paz —entendida como una solución a la violencia crimina—. Tal programa consiste en proponer a las artes y la cultura como recursos útiles para lograr distintos fines, como edificar una memoria colectiva, generar procesos de convivencia y solidaridad y propiciar la reconciliación social en comunidades violentadas, entre muchos.

Con ese objetivo, en algunas ciudades de la República mexicana se implementaron distintas iniciativas. En Ciudad Juárez, Tijuana o Veracruz, gobierno y sociedad civil trabajaron en conjunto, no sin tensiones, o a veces de forma independiente, en este tenor. Se construyeron museos, se edificaron memoriales, se diseñaron espacios para representaciones teatrales, recitales de poesía, presentación de performances y demás. Todo, con el fin de detonar procesos colectivos que condujeran a esa mejor convivencia y reconciliación. Lentamente, la paz, como fin, se convirtió en un tema de conversación en las esferas de la política, de la sociedad organizada y de la academia.

Sin embargo, esta idea, interesante y muy propicia para el escenario nacional, tenía tras de sí toda una trayectoria histórica y jurídica.

Por un lado, tanto el concepto, como el discurso de paz, abrevan de la resolución 53/243 de la ONU —de octubre de 1999— que se intitula: “Declaración y programa de acción sobre una cultura de paz”. Desde ahí ha sido reapropiado y reconfigurado en contextos locales, a través de los años y de acuerdo con los intereses de los grupos locales. Por otro lado, ya desde la década de 1990 había iniciado un verdadero interés por implementar programas artísticos para la reconstrucción de la paz en contextos de violencia crónica como Bosnia-Herzegobina, Irlanda del Norte, Israel-Palestina, Kosovo, Sierra Leona y Uganda, entre otros. A partir de estas experiencias, se hizo recurrente insertar el arte y la cultura en los procesos comunitarios de construcción de paz, sobre todo en escenarios de conflicto y posconflicto.

Afortunadamente, a la par de la implementación a ras de suelo, también ha crecido el interés por documentar y analizar esas experiencias de intervención y transformación de conflictos. Hoy en día existe un cuerpo robusto de literatura que se especializa en analizar la relación entre los procesos creativos propios de las artes y las estrategias de construcción de paz. En general, los estudios demuestran que, en contextos de conflicto y posconflicto, recurrir a la difusión, creación y goce de actividades artísticas, así como a la promoción de actividades culturales, tiene resultados, efectos e impactos diferenciados, tanto en el nivel emocional, como en el psicológico y el social. Por ejemplo, recuperar la capacidad de comunicación interpersonal, mitigar la experiencia traumática o reedificar la noción de normalidad.

En América Latina, en países como Brasil, Argentina, Colombia y ahora México, las artes y las actividades culturales han permitido visibilizar violencias, brindar voz a las víctimas y a sus familias, ya sea ante el terror de los regímenes dictatoriales del Cono Sur, o ante la violencia crónica del crimen organizado.

Sin duda alguna, tanto en la sociedad civil, como en la academia y la política existe la convicción y consenso sobre la legitimidad de la promoción de la cultura y las artes como una forma de contribuir a restituir el tejido social, edificar comunidades resilientes e incentivar la construcción de paz.

Sin embargo, en muchos contextos la adopción de esta estrategia no ha sido inocente. El discurso de la construcción de paz ha servido como recurso de legitimación de las políticas públicas y la acción de gobierno. En otros casos, ha sido utilizado como repertorio de protesta de colectivos, movimientos sociales y sociedad civil, lo que ha permitido cierto posicionamiento social y político de no pocos grupos de la sociedad organizada. Es pues una estrategia que promete, pero que, sin duda, puede generar sus propios efectos perversos.

¿De qué manera utilizará este gobierno de la 4T el discurso de construcción de paz? ¿Son prometedores los programas de gobierno que recuperan a las artes y la cultura con el fin de construir paz? Responderé estas interrogantes en la segunda entrega de este artículo.

*Edgar Guerra

Es Doctor en Sociología por la Universidad de Bielefeld, Alemania (Suma Cum Laude) y Maestro en Sociología Política por el Instituto Mora (Mención Honorífica). Estudió sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), Campus Azcapotzalco (Diploma a la Investigación). Está adscrito como Profesor-Investigador al Programa de Política de Drogas del CIDE en su sede Región Centro.