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El paraíso de la impunidad

Nescimus Quid Loquitur

Por
Escrito en VERACRUZ el

La expedición se había tornado un verdadero suplicio; después de todo, eso significaba viajar en esas condiciones de desventura, con la ilusión de que el mapa nos guiara con bien a aquella ciudad ancestral, y que las bestias que le rodeaban no nos devoraran.

Los últimos kilómetros fueron los más pesados, quizás porque a esas alturas ya las piernas exigían un alto total. Entre la deshidratación y la paulatina pérdida de la esperanza, llegamos, fue como lo habíamos esperado. Un caos absoluto se abalanzó sobre nosotros que observábamos –expectantes- desde las sombras.

Los habitantes de aquella ciudad -entre basura, árboles putrefactos y olor a miedo- todavía no se percataban de que estaban siendo vigilados por algunos pares de ojos. Continuaron su vida normal.

En esa ciudad todo era resuelto de manera truculenta. La verdad era nada más un mito que le contaban a los pequeños que no querían dormir; había vestigios de que contaban con un sistema jurídico bastante avanzado, pero era letra muerta, porque realmente nada se cumplía.

En aquella utopía de impunidad, todos podían hacer lo que quisieran, siempre y cuando jugaran el juego de la corrupción. Quien se lo propusiera podía llegar a la cima del éxito individual, siempre y cuando se dispusiera a atropellar los derechos de –por lo menos- alguien más.

Nos preguntamos, cómo habían sobrevivido tanto tiempo bajo ese sistema de reglas escritas que no se respetaban, y reglas no escritas que se seguían al pie de la letra. Sólo eran exiliados los que de vez en cuando buscaban la justicia, pronunciaban la verdad o amenazaban con imponer la ley; y otros, eran devorados por el cargo de conciencia hasta que les empujaba de golpe a salir de ahí, y buscar mejor suerte en aquella selva extensa y peligrosa.

Dicen que la realidad supera muchas veces la ficción, y México es claro ejemplo de ello, un país repleto de situaciones paradigmáticas que muchas veces no sabemos por qué suceden, pero las seguimos replicando.

Uno de esos paradigmas que nos consume es el de la impunidad, que, a manera de síntesis, podríamos explicar a partir de lo siguiente:

A)   Hay impunidad porque no hay denuncias.

B)   No hay denuncias porque hay impunidad.

Esas dos líneas integran claramente una realidad que no se ha podido cambiar, acerca de la falta de denuncia y su relación con el fenómeno de la impunidad en México; en lugar de que se considere la primera como un instrumento de cambio social, se le ve como un arma sin filo, un revólver viejo, oxidado y sin munición al que nadie le teme.

Según las cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), 2019 es el año que registra más denuncias de la última década, con 2 millones 71 mil 164 denuncias ante autoridades ministeriales, pero resulta que de estas el 90% no se llegó a la reparación del daño, ni a castigar a los responsables.

Cifras alarmantes de esos periodos colocaban a siete Estados de la República con los peores números, entre los que se encontraba el Estado de Veracruz con el 99.8% de las Carpetas de Investigación no resueltas, y Tamaulipas con un 99.9% de casos sin resolver.

Estos números explican no sólo el hecho de que la gente no quiera denunciar, sino la deficiencia de este mecanismo para la obtención de justicia. La mayoría de ocasiones las víctimas se quedan esperando que pase algo que nunca sucede, que se llegue a la verdad sobre los hechos, se castigue a los responsables y que se le repare el daño.

Muchos, a partir de esto, se ven obligados a buscar justicia por su propia mano.

Lo que sí llega en desmedida como resultado de estas circunstancias, son los abusos de poder; la corrupción en el ejercicio público; la protección de criminales; y que en el aire nacional se respire el aroma de un paraíso de impunidad que está lejos de ser erradicado; una deuda enorme que se tiene pendiente desde hace unas cuantas décadas.

En el paraíso de impunidad los corruptos, delincuentes y abusadores son aliados –se protegen entre ellos-; negocian parte del botín público; intercambian favores para salir libres aunque a todas luces sean culpables –cambian la versión oficial de la realidad y listo-; y mientras esto pasa, la población observa hacia otro lado, pierde las ganas de denunciar –calla, baja los brazos y sigue su vida-,  participando en este ciclo sin fin.

La denuncia tiene tiempo que ha pasado a un segundo término en las primeras opciones de la gente que se siente vulnerada en sus derechos; ha pasado a ocupar su lugar el juicio mediático y digital como principal herramienta para exigir justicia. Resulta ser que a los perpetradores, abusadores, corruptos y  delincuentes, en muchas ocasiones les molesta más que se les exhiba a que se les denuncie.

Desde la tribuna mediática, la verdad se ve opacada por la opinión popular, que adopta el tema desde su sistema de creencias, y lo convierte en un ring para echar afuera sus miedos, filias y frustraciones cotidianas. Por un lado nace un jurado universal, experto en todo; y por otro lado, un escudo de protección de víctimas a través de lo público.

Aunado a lo anterior y pese a los abrumadores números en relación con la impunidad, sigue siendo importante denunciar –exigir a través de un proceso formal y legal- los hechos que nos están afectando; porque si no se denuncia, de inicio no se persigue nada, y si no se persigue nada, la impunidad sigue multiplicándose.

Exigir a través de los mecanismos que existen para hacerlo, y no bajar los brazos hasta que se llegue a las últimas consecuencias -principalmente cuando los hechos desemboquen en una violación a nuestros derechos humanos, a nuestro patrimonio, o el bienestar de nosotros y nuestra familia, etcétera- se convierte en una obligación.

Se vuelve una obligación participar en ese proceso de transformación a través de la denuncia, a través de la exhibición pública, cuando ésta sea necesaria; a través de sacudirnos esos paradigmas-grillete y esos miedos-cadena que nos mantienen presos de un paraíso-impune.