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El mujerío del arrabal

En muchos espacios se acostumbra cada 8 de marzo "felicitar a las mujeres en su día”, como si con esa simple frase se les pudiera reivindicar | Manuel Fuentes

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Escrito en OPINIÓN el

Las conozco obreras, tejedoras, campesinas, oficinistas, maestras, filosofas, arqueólogas, abogadas, ingenieras, artistas, periodistas, estudiantes, contadoras, enfermeras, economistas, dirigentes, costureras, migrantes, trabajadoras del hogar, conductoras de vehículos, médicas, escritoras, vendedoras de todo, de las que no se rinden, de las que trabajan a todas horas.

Van retumbando sus pasos, como cuando Pablo Neruda le escribía a Matilde Urrutia, de cómo su cercanía, compartiendo el camino, daba vida a sus sonetos de madera, cuando les dio sonido de “esa opaca y pura sustancia…”, cuando caminaban y caminaban…

Ellas, las del mujerío, las que lloran por sus muertas, por sus desaparecidas, las que fueron levantadas por esos delincuentes con permiso de la complicidad gubernamental, que están al acecho en las calles solitarias, para raptar y violar a aquellas jóvenes indefensas.

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A dónde están ellas, las que desaparecieron y que no olvidamos y que al mal gobierno no les importa. ¿Adónde las podemos llorar? ¿A qué agencia de la policía acudimos si únicamente encontramos silencio e indiferencia como respuesta? ¿A dónde, a dónde?

Porque solo hablan de ellas, de las mujeres, cada 8 de marzo como si fueran un símbolo, un aniversario, un producto mercantil. Porque se olvidan de aquellas 123 mujeres que murieron calcinadas y atrapadas junto con 23 hombres en aquella fábrica de camisas Triangle Shirtwaist de un viejo edificio neoyorkino el 25 de marzo de 1911. Por esas miles de mujeres, dicen 15 mil, que recorrieron las calles de Nueva York para exigir una reducción de la jornada laboral, mejores salarios y derecho al voto, que le dan sentido a esa fecha.

Ahora en muchos espacios se acostumbra cada 8 de marzo felicitar “a las mujeres en su día”, como si con esa simple frase se les pudiera reivindicar.

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Las mujeres trabajadoras siguen padeciendo largas jornadas, raquíticos salarios, hostigamiento y abusos sexuales. Las leyes no sirven para ellas. Su salario es más bajo que el de los hombres.

Las madres solteras, como soltaba Mario Benedetti, que llamaba a no rendirse, a mirar al infinito:

“ …Continuar el viaje perseguir tus sueños, destrabar el tiempo correr los escombros, y destapar los cielos…”

Ese mujerío de las madres solteras, parece de acero, miran y caminan de frente, como Benedetti que decía:

“… Aunque el frío queme, aunque el miedo muerda, aunque el sol se esconda, y se calle el viento…”

Ellas allá van. En un camino, en un sendero estrecho, en una calle amplia, las vemos por todas partes sin arredrarse, sin dejarse, con la frente en alto.

Las mujeres de muchos hijos, de uno solo, pero las que no los tienen, ellas también abren espacios. Se entregan a los demás para desaparecer ellas, para no sentir; primero los demás y ellas nunca.

Como las que laboran en los hogares y que parecen invisibles para esta sociedad, porque las meten en el peor rincón, en el más frío y nauseabundo, porque les dan desperdicios, porque según ellas no sienten, como si fueran lo peor de la sociedad, cuando son todo lo contrario.

Ese mujerío de maestras que van por todos lados, que mantienen la sonrisa firme con sus alumnos; y otras, cientos y cientos que están en la calle despedidas porque no permitieron les impusieran una ley del servicio profesional docente. Allá van a las marchas, a los tribunales de conciliación y arbitraje, en medio de engorrosos papeles, ante gobernadores sordos y pusilánimes. Esas mujeres que perdieron su salario y sus salones de clase, pero no su dignidad.

Esas enfermeras de hospitales públicos rebasados en su capacidad que de su bolsa ponen materiales para trabajar, no importa que sean del IMSS o del ISSSTE o de hospitales estatales, ellas sufren ante la carencia de un servicio que lo sostienen miles de trabajadoras, que, junto con sus compañeros, hacen lo posible para dignificar el servicio.

Las mujeres que venden comida en la calle, que venden ropa, perfumes y que caminan y caminan por todos lados; a ellas les llaman “las informales”, porque no tienen seguro social, ni un salario fijo, pero a ellas no les importa, tienen que abrir caminos en esos difíciles espacios.

Las mujeres campesinas que siembran esperanza, que a pleno rayo del sol trabajan en el surco y que las gotas de sudor se funden cuando llegan a la tierra en la que trabajan.

Las oficinistas de las grandes ciudades que recorren la penuria del transporte público, de las jornadas largas, metidas en esos espacios sin ventilación y de pequeñas ventanas; las que tienen que dar buena cara cuando llegan a sus lugares de trabajo.

De las jóvenes que no pierden la esperanza de hacer camino para otras mujeres, a muchas que les impiden avanzar, pero que se levantan y siguen adelante; de las estudiantes que sueñan con ser profesionistas y que en los salones de clase son las mejores. Por ser mujeres, por estar contracorriente, redoblan el esfuerzo y lo logran.

Aquellas que no se quitan el yugo de los machos, de los cobardes que las golpean, que las acorralan, que las asfixian, que las matan; un deseo del nunca jamás.

El mujerío del arrabal es un ejemplo de esfuerzo, de pocos recursos, de inusual sensibilidad, de las que nadie se acuerda ni sabe el significado de cada 8 de marzo.  Ellas son mujeres, las que sienten la vida intensamente, las que gritan y ríen, las que observan el detalle de la vida en un suspiro.

Son el mujerío, de las que caminan y caminan, de las que apenas si reciben un abrazo, un te quiero, de las que lloran en silencio, pero que no vacilan para levantar la mirada. De las que se muerden los labios de rabia en soledad, por esa pobreza que las invade, pero que prestan sin vacilar su corazón, un abrazo a quienes tienen cerca, para que no se rindan.

Ellas son mujeres

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