Main logo

El debate del presidente con los medios

En las conferencias mañaneras periodistas le han compartido al presidente lo que consideran equivocaciones u omisiones de su administración. | Alejandro Encinas Nájera

Por
Escrito en OPINIÓN el

Algunos sectores de la sociedad han advertido que las críticas frontales del presidente López Obrador al trabajo y la línea editorial de ciertos medios de comunicación pueden socavar la libertad de prensa. Tal preocupación puede ser comprensible a la luz de un presidencialismo autoritario que solía controlar a los medios de comunicación por dos vías disímbolas: a los amigos a través del otorgamiento de concesiones, montos millonarios de publicidad gubernamental, condonaciones fiscales, protección ante nuevos competidores e información privilegiada. En cambio, los medios y periodistas que no se supeditaban a la línea oficialista eran controlados con medidas punitivas que iban desde no venderles papel periódico (antes monopolio estatal), hasta la persecución y la represión.

No obstante, si se analiza la propensión del presidente a polemizar con los medios de comunicación no en función de las condiciones del pasado, sino desde las actuales, las alertas encendidas pierden fuerza. En principio porque el de López Obrador es un gobierno comprometido a respetar la libertad de expresión y el derecho a disentir. En lo que va de la presente administración no ha habido protesta contra el gobierno que haya sido reprimida ni voz opositora que haya sido silenciada, como sucedía con anterioridad. Inversamente, la pluralidad, aunque a paso lento, ha venido ganando espacios en un espectro que solía ser monolítico. Más aún, periodistas que habían sido censurados como Carmen Aristegui solo pudieron regresar a señal abierta con el cambio de sexenio.

El nuevo gobierno ha propiciado un aumento del debate público a través de las conferencias mañaneras. Como nunca antes vemos una sociedad politizada y volcada a examinar cada decisión del titular del Ejecutivo federal. Por esta vía periodistas le han compartido al presidente lo que consideran equivocaciones u omisiones de su administración, lo cual en algunos casos ha conducido a que rectifique. A través de este ejercicio informativo cotidiano la figura presidencial ha bajado de su pedestal. Incluso Jorge Ramos, una voz crítica al actual gobierno con alta resonancia, ha insistido a sus colegas periodistas en que no desaprovechen la oportunidad de interpelar de tú a tú al presidente, algo que no existe en ninguna otra parte del mundo. En días recientes se suscitó un intercambio duro y franco entre el presidente y el periodista de Proceso, Arturo Rodríguez, quien planteó que la función del periodismo no es portarse bien. Esto hubiera sido impensable en un gobierno que no tolera la crítica y la libertad de prensa. ¿Cuántas veces en el pasado vimos a reporteros siendo expulsados de una conferencia de prensa u evento del presidente por el solo hecho de ser incisivos?

A raíz de la reconfiguración de las reglas del juego –garantizar el pleno ejercicio de la libertad de expresión y polemizar con el gobierno sin temor a represalias– el debate que propone el presidente sobre el papel que juegan los medios de comunicación en los procesos de cambio político no resulta amenazante, sino por el contrario, deseable.

Porque para nadie debe ser un secreto que en las últimas décadas tanto en México como en el resto del mundo la gran mayoría de los consorcios mediáticos tendieron a fusionarse con grupos financieros y empresariales con agendas y prioridades que no tienen nada que ver con la promoción de la libertad de prensa. De hecho, la subordinación del interés periodístico a los intereses corporativos es uno de los factores que en mayor medida erosionan los derechos de informar y ser informado. Muchos periodistas temerosos de perder su empleo se autocensuran para no contravenir una línea que, más que editorial, es empresarial.

Tampoco es un secreto que pese a la pronunciada caída de la rentabilidad de la TV, radio y medios impresos estos grupos de poder económico optan por subsidiarlos, pues les son funcionales tanto para promover los productos del resto de sus empresas, como para ejercer presión política y moldear la opinión pública a su favor. En este contexto, lamentablemente es cada vez más difícil que proyectos de periodismo independiente subsistan.

A pesar de que los consorcios mediáticos no son poderes públicos ni fueron electos por la vía del voto, ejercen una abrumadora influencia en la esfera pública. Basta ese solo motivo para que sean sujetos de escrutinio y se discuta el papel que juegan. Las audiencias tienen derecho a saber quiénes son, qué agendas privadas hay detrás de la información que proveen y, a partir de ello, formular su propio criterio. Lo que no es sano para ninguna democracia es que agendas particulares con alta influencia mediática sigan navegando con bandera de neutralidad. Tampoco es aconsejable silenciar a titulares de cargos estatales que, como tales, deben ser los principales guardianes del interés general frente a la multiplicidad de intereses particulares.

Ahora bien, si lo que se pretende es asegurar el pleno ejercicio de la libertad de expresión deben atenderse cuestiones verdaderamente preocupantes como la violencia contra los periodistas. En efecto, en los últimos sexenios México se convirtió en uno de los países más peligrosos para ejercer esta profesión. Resulta inaplazable fortalecer los mecanismos de protección estatales. Pero también hay que voltear a ver las condiciones laborales sobre todo de los periodistas que realizan investigación en campo: muchos de ellos ni siquiera están contratados, se les paga poco y por entrega; en los casos más extremos, cuando son amenazados, la empresa para la que trabajan en vez de ponerse de su lado les da la espalda para evitarse problemas. Ahí hay una veta en que gobierno y medios de comunicación deben avanzar juntos para que nunca más se vuelva a apagar la voz de un periodista.