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OPINIÓN

¿Dónde quedó la bolita?

La demagogia sigue vivita y coleando, aunque no sea más que un acto de prestidigitación o artificio. | José Antonio Sosa Plata

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En los procesos de comunicación política, la demagogia es un recurso poco eficaz pero que se utiliza de manera frecuente. Aunque en las investigaciones se le ha vinculado más con los gobiernos autoritarios y populistas, no ha habido régimen que se resista a la tentación de sus aparentes beneficios. Ni siquiera en los países democráticos más avanzados.

Como fenómeno se le ha estudiado poco. Las referencias disponibles en los análisis de la retórica, la persuasión y el discurso son escasas, no obstante la atención que se le ha dado al tema desde los tiempos de Platón y Aristóteles. De hecho, para la población —y aún para los expertos— no siempre es fácil distinguir las características y estructuras de un mensaje demagógico.

La demagogia parte de un principio simple: comunica lo que la mayoría quiere escuchar. Sin embargo, para que los mensajes sean efectivos deben tener la capacidad de engañar nuestros sentidos y no provocar reacciones negativas contra el emisor, a pesar de que la razón nos indique que estamos siendo manipulados. Casi siempre que estamos expuestos, sabemos que hay truco. Pero resulta fácil aferrase a la posibilidad de que siempre hay una esperanza de por medio, como cuando se juega a la lotería.  

Te recomendamos: Populistas y demagogos en el mundo antiguo y en la actualidad. RTVE Play Radio, La cuadratura del círculo, 22 julio 2021.

La demagogia transmite mensajes basados en falacias, que tergiversan la realidad o la ocultan. En contraste, sus argumentos suelen ser seductores y a veces hasta convincentes. Sin llegar a tener los rasgos positivos de la retórica o la persuasión —en los que debe haber responsabilidad y respeto a los interlocutores— el discurso demagógico propone lo irrealizable. Por lo tanto, la demagogia es veneno para la democracia.

Los demagogos “profesionales” no se ponen límites ni tienen escrúpulos. A fin de cuentas, lo que importa es ganar a costa de lo que sea. Permanecer en el poder. O arrebatárselo al adversario. Por eso se sienten bien y confiados cuando —sin recurrir a la fuerza física— mantienen sometidos con las palabras a quienes los cuestionan o critican. A quienes están en desacuerdo. A los que piensan diferente. A aquéllos que les representan un riesgo o una amenaza.

Consulta: Valentina Pazé. "La demagogia, ayer y hoy", en Revista Andamios, volumen 13, número 30, enero-abril 2016, pp. 113-132.

El demagogo desvía la atención de lo que verdaderamente importa. Lo hace en forma burda, pero sin olvidar la utilidad que tiene halagar a sus audiencias. ¡Cuánta razón tenía Aristóteles al definir al demagogo como “un adulador del pueblo”! El problema está en que también es capaz de disuadir provocando miedo, odio y venganza. O polarizando y alentando las confrontaciones.

Bajo la misma lógica, el demagogo convierte los diagnósticos, los propósitos y las propuestas en argumentos simples, de fácil comprensión. Y éstos, a su vez, tienen el potencial de derivar en dogmas. Por eso los prejuicios, los mitos, la ficción disfrazada de verdad, las descalificaciones, los falsos dilemas, las campañas sucias y la desinformación son algunas de sus principales herramientas. 

Lee más: ¿Conviene desviar la atención?

El demagogo corre más riesgos que el líder persuasivo. Parece olvidarse que los engaños se descubren tarde o temprano. Cuando así sucede, la ciudadanía sanciona al mentiroso de distintas maneras, ya sea a través de las redes sociales, ejerciendo su derecho a manifestarse públicamente o en las urnas, con el denominado voto castigo. 

El buen líder sabe que la comunicación política va acompañada de responsabilidad y respeto a las audiencias. Recurre a las emociones sin manipularlas. Busca la empatía con argumentos sólidos. Debate sin temer a la diferencia o la crítica. Ejerce su libertad de expresión con responsabilidad y apego a la ley. 

Te recomendamos: Enrique Krauze. Ética o demagogia. Letras Libres, 23 abril 2018.

En un gobierno donde se respetan las leyes, la demagogia tiene poco margen de maniobra. Cuando la ciudadanía cumple y exige a sus gobernantes que asuman su responsabilidad es menos susceptible de sucumbir a la comunicación falaz o manipuladora. Por lo tanto, las sociedades que caen en las trampas o artificios de los demagogos se engañan a sí mismas, dando prioridad a lo que quieren escuchar, no a lo que necesitan saber para seguir adelante.

Esta situación explica una de las equivocaciones más grandes que cometen algunos personajes políticos en la resolución de conflictos y los procesos de gestión de crisis. Los estereotipos, lugares comunes y frases huecas dificultan con creces la comunicación efectiva, confiable y creíble en los momentos de adversidad. Más aún en quienes tienen miedo a decir la verdad, por muy dolorosa que sea, pues ésta daña su popularidad o los hace sentir débiles y vulnerables.

Te puede interesar: Luis Suárez Mariño. Democracia "versus" demagogia, en Ethic, número 26, Enero 2017.

La historia mundial ha demostrado que sí existen antídotos contra la demagogia. El problema está en que no es fácil generarlos solos desde la sociedad, aún con las ventajas que nos ofrecen las tecnologías en el nuevo ecosistema de comunicación. El cambio de cultura política, cuyo eje sea el cumplimiento de la ley y el respeto a los derechos humanos, es necesario y tiene mayores posibilidades de éxito cuando viene de arriba a abajo.

Naturalmente que se requieren, además, nuevas visiones y enfoques en las estrategias de comunicación política, tanto las electorales como las de los gobiernos. Las narrativas que privilegian la seducción, el engaño y el encubrimiento pueden ofrecer resultados temporales. Sin embargo, la auténtica transformación de un sistema político debería considerar también acabar con la simulación de dos vías: la de los políticos que engañan y la de las sociedades proclives a dejarse engatusar.

Recomendación editorial: Alfonso Galindo Hervás y Enrique Ujaldón Benítez. Diez mitos de la democracia. Contra la demagogia y el populismo. Córdoba, España: Editorial Almuzara, 2016.