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Derribar monumentos, repensar narrativas

Es momento de pensar la forma en la que hemos construido monumentos sobre múltiples formas de opresión. | Fernanda Salazar

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Escrito en OPINIÓN el

En días recientes, a partir del asesinato de George Floyd y la movilización de amplios sectores de la sociedad en Estados Unidos y otros países del mundo en contra del racismo y la opresión, hemos visto imágenes de manifestantes tirando o interviniendo diversos monumentos como muestra de su enojo por el engrandecimiento de personajes de la historia cuyo racismo fue protagonista y cómplice de muertes (masacres), sufrimiento, explotación, segregación y esclavitud de personas negras, indígenas, mujeres, homosexuales y, básicamente, todas aquellas que divergieran de la idea de supremacía blanca masculina. 

En Inglaterra, sucedió con la estatua de Edward Colston, traficante de esclavos y con la de Robert Baden-Powell. En Estados Unidos, en Virginia y en Alabama, con la estatua de Robert E. Lee, con el monumento Appomattox y con el obelisco dedicado a soldados y marineros, todos ellos del ejército confederado. Por su parte, en Miami, Boston y Virginia, estatuas de Cristóbal Colón han sido pintadas por manifestantes. 

Como sucedió en México con las marchas feministas, muchas personas en estas ciudades se enojan por lo que consideran “maltrato” al patrimonio histórico, como si estos monumentos no fueran resultado de una selección deliberada de lo que se cuenta desde el poder y no tuvieran una intención de configurar el discurso político desde el espacio público; sobre quiénes pueden y deben ocuparlo, y de qué maneras, es decir, en qué posición.

En ese sentido, quienes se molestan por estos actos ignoran -voluntariamente o no- que los monumentos son parte de una narrativa que atraviesa nuestra identidad como miembros de una colectividad e influye en la percepción de qué vidas y actos merecen ser celebrados, pero también nos inculcan qué vidas merecen ser lloradas (en términos de Butler) o ignoradas por todas y todos como sociedad. 

Por eso, la lucha por los monumentos es una lucha por ocupar la narrativa y obligarnos a pensar en la memoria y las luchas que queremos honrar. En México, es una constante que cada gobernante se manda hacer (o pide a sus aliados que lo hagan para no verse tan arrogantes) una calle, una estatua, una obra pública con su nombre, sin que nadie lo reclame. Nuestros espacios públicos están llenos de innombrables y, muchas veces, carentes de una historia que cuente aquello que vale ser recordado. 

La resistencia a revisar esos monumentos y esos nombres es una lucha por conservar el poder de contarnos. Por eso, cuando a partir de las marchas feministas del 2019 surgió el pronunciamiento de “Restauradoras con Glitter”, la idea de documentar las pintas fue una reflexión lanzada al debate público sobre el carácter político e histórico de estas expresiones. No se trata de negar la historia, pues nada sería más peligroso para el cambio social que olvidar de dónde venimos y cómo las luchas de hoy se relacionan con conflictos, injusticias y opresiones del pasado. Se trata de revisar quién y desde dónde se construyen esos monumentos. 

Como afirma Andre Perry, “el ‘entorno construido’ es mucho más que planeación urbana y arquitectura: refleja nuestro compromiso con la democracia. La lucha por los monumentos es una extensión de la lucha perpetua de las personas negras por el espacio… desde las carreteras construidas sobre comunidades negras, hasta la gentrificación, la lucha por espacio y democracia va más allá de cuáles monumentos son derribados”.

Lo mismo ocurre con comunidades indígenas y sus luchas por territorio; porque los llamados mega-proyectos no son sino monumentos de la modernidad que se imponen a costa de sus vidas, sus recursos, su existencia y, por tanto, de sus narrativas. Ocurre también con las personas de la comunidad LGBT+. Por supuesto, esto se cruza con la que es quizás la mayor exclusión e invisibilización de la historia: la de las mujeres (mayor aún la de las mujeres negras, indígenas, lesbianas, etc.) por el espacio y discurso públicos pues, como decía Virginia Woolf, la mayor parte de la historia ‘anónimo’ ha sido una mujer. 

De acuerdo con Mario Carpo, la diferencia entre monumentos y memoriales es que los primeros evocan íconos de poder, de conquista, victoria e identidad -reforzando el nacionalismo-, mientras que los segundos tienen un poder de invitar a la acción, evocan las tragedias, las pérdidas y recuerdan los horrores de ciertos hechos y el peligro de olvidarlos. 

Es momento de pensar la forma en la que hemos construido monumentos sobre múltiples formas de opresión, e imaginar su desaparición en unos casos y resignificación en otros. Hacerlo no es borrar la historia, sino escribirla desde los ojos de la justicia. Lo que debe indignarnos no es el derrumbe de ciertos monumentos, sino las razones, los mensajes y efectos que, con la ignominia de su existencia, hemos permitido.