Main logo

¡Deja de perder el tiempo!

Nescimus quid loquitur

Por
Escrito en VERACRUZ el

En innumerables ocasiones, la vida –en manos de quien sea- nos ha mandado una pequeña postal para recordarnos la importancia que tiene el tiempo, al mismo momento en que postra frente a nosotros un catálogo extenso de cuestiones que son y que no son importantes.

Más que una postal, podríamos considerarlo como un grito de guerra, una declaración artera contra nosotros -armada desde una visión meramente económica-, que integra ese catálogo por tablas -supuestamente inamovibles- de lo que vale y lo que no vale la pena.

Ésa declaración, en más de una ocasión nos ha hecho tambalear, sumirnos en la agobiante preocupación por el futuro, así como la irremediable premura que trae consigo este ritmo de vida.

¿En qué estamos invirtiendo el tiempo?, ¿vale la pena?, ¿qué rayos estamos haciendo con ése tiempo?, ¿cada vez nos queda menos tiempo?, tiempo, tiempo y más tiempo. Las respuestas desde la óptica materialista estarían ancladas a la productividad -generar dinero-, hacer “cosas importantes”. Todo lo demás pasa a un segundo término, todo lo demás está penado desde la exigencia máxima.

La óptica materialista es uno de los factores que nos han empujado a vivir cada con vez más prisa, buscando “ahorrar” a toda costa todo el tiempo que podamos, obligándonos a depositarlo en “bancos” para que otras personas lo administren por nosotros de mejor forma.

En realidad todo ese tiempo que creemos ahorrar, no lo vemos materializado de ninguna forma, mucho menos lo podemos gastar a futuro. Esas horas, minutos, segundos, se van y no vuelven nunca. Es como si alguien más los robara.

Ya lo advertía Michael Ende en su novela “Momo”, advertía la existencia de unos hombres grises que vestían trajes grises, bombines grises, que portaban cigarrillos grises y carteras grises. Aquellos entes –que en realidad no eran humanos- convencían a la gente de “ahorrar tiempo”, con la falsa promesa de que sería devuelto en algún momento futuro.

La gente -hipnotizada por la perversa y cronométrica exactitud de los hombres grises-, empezaba a actuar diferente, reduciendo y/o suprimiendo de sus días, toda actividad que no fuera considerada como “importante”.

Entre las actividades estaba comer en menos tiempo, hacer menos paseos al parque, visitar menos a la familia, jugar menos con las mascotas, tomar menos tiempo para nosotros mismos; limitar hasta el romance, considerado también como una pérdida de tiempo. Lo único que quedaba en el catálogo de importancia era la productividad -lo que deja dinero- y el ahorro del tan atesorado tiempo.

Paulatinamente -como una enfermedad contagiosa- las personas que ahorraban el tiempo de esta forma empezaban a perder el ánimo, perdían su libertad, se volvían esclavos del ahorro.

Poco a poco se iban convirtiendo en hombres y mujeres grises, sin nada que realmente les emocionara, les hiciera verdaderamente felices. El tiempo no gastado era devorado por aquellos insaciables hombres grises.

En el contexto actual, la pandemia actuó -en cierta medida- como una pausa para muchos, un freno al ritmo acelerado con el que se estaba viviendo, que -en algunos casos- les consumía hasta las entrañas.

Para algunos –los más afortunados-, la pandemia les bajó violentamente de la montaña rusa, y, mareados del estrepitoso cambio, fueron embriagados por la nueva realidad. La catarsis fue inminente y costó aprender nuevamente a caminar.

Después de todas las crisis que fueron detonando tras la pandemia -laborales, amorosas, familiares, de salud, emocionales, etcétera-, el tiempo miró distinto, sirviendo de alguna forma para encontrarse con lo que realmente importa, para mirar la fragilidad de aquellos paradigmas de papel que señalaban un camino, no del todo correcto.

En lo personal, puedo decir que esa pausa obligada me sirvió para reencontrarme con mi familia y la gente que amo, pero antes de eso, para valorar aún más su compañía, su tiempo.

La pausa me sirvió para reencontrarme con mis letras y para leer; para enfrentarme a mí mismo, pararme de cabeza y llorar todo lo que permanecía guardado; hacer todo aquello para lo que también vale la pena destinar nuestro tiempo.

¡Claro que el tiempo vale!, y vale muchísimo, lo importante de todo es recordar que nuestra mejor inversión está en dedicarlo a nosotros mismos y a la gente que queremos, que amamos.

El pago que la vida da por esa inversión, no viene en forma de plata ni de oro, sino de recuerdos cultivados de ese tiempo; tesoros que permanecerán en la memoria, haciéndonos cambiar, ser mejores de lo que éramos.

Sin duda, esa es la mejor inversión que podemos darle al tiempo, y no seguir malgastándolo como nos han acostumbrado los hombres grises.