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Narcoamérica • Dromómanos

De los Andes a Manhattan, 55 mil kilómetros tras el rastro de la cocaína.

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Escrito en OPINIÓN el

En diciembre de 2011, tres periodistas en un auto usado emprendieron un viaje de 55 mil kilómetros por Latinoamérica.

A pocos meses de iniciada la travesía, decidieron enfocarse en reportear el tráfico de drogas, quizás el único fenómeno que cohesiona a toda la región.

Esta es la crónica de un recorrido que nos confronta con lo ineludible. La fuerza del crimen organizado evidencia las fallas del Estado. Aquí se devela la historia ilícita de dieciocho países, de cuyos rincones más inhóspitos fueron obtenidos los testimonios de quienes eligieron vivir fuera de la ley.

Los dramas humanos resultado de la corrupción del poder por el dinero ilegal. Son historias que rebautizan este territorio: bienvenidos a Narcoamérica.

Fragmento del libro Narcoamérica© 2020, Tusquets. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Dromómanos

Alejandra S. Inzunza (México D.F., 1986), José Luis Pardo (A Coruña, 1985) y Pablo Ferri (Valencia, 1985) se conocieron en Madrid en 2009 cuando cursaban el máster del periódico español El País. Dos años después, convencidos de que para descubrir buenas historias es necesario moverse, convirtieron un coche, un Volkswagen Pointer 2003, en su sala de redacción para recorrer América Latina. 


Durante su viaje crearon Dromómanos, una productora de proyectos periodísticos que pretende contar lo que la gente hace y no lo que la gente dice. 

Narcoamérica | Dromómanos

#AdelantosEditoriales


Fragmento libro Narcoamérica de Dromómanos (Alejandra Sánchez Inzunza, José Luis Pardo y Pablo Ferri)

Capítulo 1

McDonald’s

A lo lejos, el ruido del tren que se acercaba a toda velocidad. Llegaba puntual, como todos los días. Eran las tres y cuarto cuando vimos abrir sus puertas y salir de los vagones a unos cien hom-bres, mujeres y niños que corrían a toda prisa. Ninguno hablaba, parecía que competían entre sí para ver quién llegaba primero a la boca de fumo, como se le llama en Brasil a los dispendios de droga. Algunos se quedaban atrás, tranquilos, sabiendo que lo que buscaban no se acabaría. Los veíamos correr desde allí, a través de una rejilla que dividía la estación de tren de la favela. Entonces comenzó el alboroto. El hombre a nuestro lado, un moreno de brazos fuertes y ojos bien negros, empezó a gritar a sus colegas para que se prepararan. Llevaban horas jugando a las cartas, volando cometas y bebiendo cervezas en espera de la hora en que llegarían los clientes. Cuando por fin se presentaron, después de una mañana tranquila, un par de jóvenes armados les indicó el camino hacia el dispendio al estilo de edecanes de un restaurante. Lo atendían tres vendedores armados, vestidos de shorts y Havaianas (sandalias), que voceaban exaltados:

«¡Crack 2 reales, marihuana 10, cocaína 20!»

El gentío, desesperado, se acercaba a comprar en esta especie de tienda, abierta 24 horas, formada por tres mesas de aluminio plegables sobre las cuales los traficantes separaban en grupos la mercancía dependiendo del tipo de droga. Era un pequeño lavadero de piedra antiguo abandonado que se había convertido en almacén.

Su caja registradora consistía en bolsas de plástico, donde depositaban el dinero que recibían. A un lado había una carreta con más narcóticos vigilada por un hombre vestido con una camiseta sin mangas y un fusil en cada mano.

Los clientes tenían urgencia por comprar la mercancía. Los había de todo tipo: negros, blancos, madres, ancianos, niños de 12 años, pobres, profesionistas y uno que otro playboy, como se dice popularmente a los jóvenes adinerados de clase media alta. Llevaban el dinero en la mano y se unían a los gritos como si fuera una subasta. Pero aquí no se remataba nada, se vendía droga al por menor por menos de lo que cuesta una botella de agua. Se formaban en la fila de acuerdo a la droga que querían comprar. La mayoría iba por crack (piedra). Los traficantes sacaban rápidamente de las bolsas las dosis que cuestan menos de un dólar. Algunos usuarios se la fumaban ahí mismo apenas pagar y después volvían por más. También había otros precios para quien requería mayor cantidad. La transacción duraba apenas unos segundos.

Una mujer esquelética, de facciones marcadas y piel morena, se acercó a los vendedores y clientes en busca de crack. Los hombres de los rifles se burlaron de ella: «¡Fuera de aquí crackuda! ¡Vete a vender tu cuerpo a otra parte!», la insultaron entre risas. La mujer vestía una minifalda y una ombliguera sucia y rasgada que asomaba su barriga hinchada. Buscaba a toda costa un poco de droga a cambio de sexo, algo muy común en estos lugares, pero entre la vorágine de compras nadie le hacía caso.

En menos de 15 minutos la muchedumbre se dispersó. En cuanto escucharon al tren venir, la mayoría volvió a correr de vuelta a la estación para regresar al centro de Río de Janeiro, a un par horas de esta favela a las afueras de la ciudad. El tren es como un transportador que va de una ciudad a otra, ida y vuelta. Llega desde la periferia violenta y marginada al Río de Janeiro de postal con sus playas, sus cerros y miles de turistas tomando caipirinhas. De un momento a otro, el barullo se terminó. Los clientes subieron a los vagones con calma, como si vinieran del trabajo o de ver a algún amigo. Esta vez ya hablaban entre ellos. Quienes corrían era sólo para no perderlo y no tener que quedarse a esperar por el siguien-te en este lugar gris, sucio, peligroso, donde siempre hay alguien vigilando y al que no hay razón para ir más que para comprar droga. Los hombres que atendían la boca de fumo tomaron sus bolsas llenas de billetes y mandaron a un chico por más para la próxima vez que llegara el tren así de lleno, cerca de las seis de la tarde. Volvieron a su juego de cartas.

Llegamos a este lugar gracias a nuestro amigo carioca Alan Lima, un fotógrafo y fixer —un local que sirve como guía para periodistas extranjeros—, que por su trabajo conocía bien al dono do morro, al jefe de la favela, que nos dio permiso de acceder. Alan es un tipo gigante, rapado, que sonríe constantemente. Una amiga salvadoreña, Susan Cruz, nos lo había presentado por mail meses antes y su ayuda fue indispensable para hacer nuestro trabajo en este lugar. Nos sentíamos seguros al caminar por las calles oscuras y peligrosas a su lado. Saludaba cordialmente a los vecinos y se paseaba como si estuviera en el centro de Ipanema, la zona más turística de la ciudad, a la luz del día.

En los últimos meses habíamos estado de favela en favela por Río de Janeiro. Algunas, las ubicadas en la zona sur y centro de la ciudad, ya estaban pacificadas —es decir, habían sido intervenidas por varios cuerpos policiales para que el Estado recuperara su con-trol sobre el de los narcotraficantes—. En otras, sobre todo aquellas ubicadas en el norte y oeste de la ciudad, la ley seguía siendo alguno de los cuatro grupos criminales cariocas: Amigos Dos Amigos, Comando Vermelho, Terceiro Comando Puro o la milicia —un grupo paramilitar formado por ex policías y ex militares dedicado sobre todo a la extorsión—. Esto implicaba que había bocas de fumo a plena luz del día, donde cientos de usuarios llegaban a comprar narcóticos mientras los niños volvían del colegio, que los traficantes se paseaban armados por las calles y que cada dos o tres días había tiroteos entre bandas que luchan por el control de la comunidad.

Sin la autorización del jefe habría sido imposible entrar a esta favela en el oeste de Río. La primera vez que fuimos fue cerca de las once de la noche. Alan nos presentó con el hombre que controlaba el tráfico de drogas y que tenía a su servicio a cientos de individuos de su grupo criminal que dominaba la favela. Era un joven de piel oscura de unos 30 años. Tenía el cabello largo, trenzado y un poco de barba. Llevaba el pecho descubierto y dos cinturones de balas colgando de los hombros como si estuviera a punto de ir a combate. Nos saludó amablemente desde una ventana y nos dio la bienvenida, parecía que nos hubiera invitado a una fiesta en su casa. La única condición que puso es que no podíamos dar nombres ni decir la ubicación de la favela para evitar conflictos con la policía. Aquí su grupo tiene enfrentamientos constantes con la milicia, que ocupa la favela vecina, sólo al otro lado de las vías del tren. Por las noches suelen intercambiar balas, cada uno desde su territorio. Los vecinos nunca se inmutan ante las armas. Están acostumbrados al canje de tiros ya sea con la policía o con la milicia. Cuando eso sucede, simplemente no salen de su casa.

La primera vez que fuimos ahí era de noche y casi no había nadie por las calles. Perros callejeros y traficantes armados. En la vía contigua al dispendio de droga había bares vacíos en los que resonaba fuertemente funk carioca, un estilo musical parecido al hip hop propio de la ciudad y muy relacionado con las favelas. A ritmo de esta música, entre favelas los adolescentes hacían competiciones conocidas como batalhas do passinho, haciendo contorsiones y movimientos espectaculares. Como los narcocorridos en México, este género también tenía un estilo censurado, el proibidão, can-ciones de funk que hablan sobre las hazañas de los traficantes y la violencia en las chabolas. El ejemplo más conocido de este tipo de canciones es quizás el «Rap das Armas», del dúo Cidinho e Doca, que narra la disputa de un grupo de narcotraficantes de la favela Morro de Dendé con la policía, proveniente de las barracas vecinas conocidas como Complexo do Alemão, uno de los complejos más grandes de la urbe. La canción en portugués, banda sonora de la película Tropa de élite, canta en su coro «parapapapapapapapapa», simulando el sonido de las metralletas:

Amigos, que yo no olvido ni dejo para después lo ven dos colegas con la 7.62 (un tipo de fusil) Pegando tiros al aire, sólo para probar a ina-ingratek, la pistola uzi o el winchester.

Es que ellos son bandidos pobres y ninguno trabaja de AK47 y en la otra mano una ametralladora.

Los bares en los que retumbaba esta música eran mal iluminados con luz neón; de ellos de repente salían borrachos o se asomaba alguna mujer en busca de clientes. Cuando llegamos a la boca de fumo —se les dice así porque los dispendios se encontraban en las partes más alejadas, cerca de las bocas por donde bajaban los ríos de las favelas, que en su mayoría se ubican en los cerros de Río y en los que antes sólo se vendía marihuana: fumo— uno de los vendedores negociaba con un adicto al crack que le ofrecía un cinturón a cambio de un poco de droga. Otro le intercambiaba un reloj robado. El encargado nos contó que tenía 27 años, dos hijos y ganaba unos mil trescientos cincuenta dólares por atender este sitio. «Cuando viene la policía le damos algo, cuando viene el bope (Batallón de Operaciones Policiales Especiales, una policía militar de élite), tenemos que escapar». El hombre dividía la droga por precios. Ofertaba tres bolsas de crack por 18 dólares, pero las dosis las vendía de manera individual por un dólar. La marihuana costaba desde uno hasta 10, mientras que la cocaína se conse-guía por entre dos y 25 dólares aproximadamente. También despa-chaba unas gotas con un tipo de mdma, éxtasis líquido. «Uno se mete al negocio por necesidad, no hay otra forma», comentaba mientras atendía a otro consumidor. Durante toda la noche aparecían intermitentemente algunos crackudos, que como fantasmas, después de obtener su dosis, desaparecían.

En la boca de fumo siempre hay demanda. Brasil se ha convertido en el segundo mayor consumidor de cocaína y derivados del mun-do después de Estados Unidos. Un 18% de la producción mundial entra por los casi 20 mil kilómetros de frontera marítima y terrestre que tiene este país principalmente con Bolivia, Colombia y Paraguay, según el último informe de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. En total, 2.2 millones de personas, es decir, el 1.4% de la población brasileña, consumen cerca de 92 toneladas de cocaína y derivados (crack o pasta base) al año.

Es el país que tiene un nombre para los lugares donde se consume crack: crackolandias. En las favelas no pacificadas todavía quedan estos lugares, casas, calles o terrenos abandonados que son como ratoneras llenas de vagabundos, prostitutas, niños sin casa y mujeres embarazadas que llegan a dar a luz en las coladeras. Las autoridades de Río de Janeiro se han empeñado en los últimos años en esconderlas de las partes más visibles y turísticas a raíz del Mundial de futbol y los Juegos Olímpicos y los crackudos se van cada vez más lejos. Antes, por ejemplo, había una en Avenida Brasil, la arteria que conecta el aeropuerto con el centro y la zona sur de la ciudad. Cuando nosotros estábamos ahí, la crackolandia se había mudado unas calles atrás de uno de los complejos de favelas más grandes, Maré, para que estuviera fuera de la vista de los habitantes del «asfalto», como los cariocas llaman a la ciudad de los ricos y clase media. Hoy una valla acompaña el camino de los turistas para evitar que vean la favela desde el taxi. Pero detrás, el crack sigue haciendo de las suyas. Cada mes, cada cierto tiempo, los adictos se van moviendo de un lugar a otro. Entre ellos se pasan el rumor de dónde es mejor y más seguro drogarse.

En la favela en la que nos encontrábamos no había crackolandia, sólo boca de fumo, es decir, el lugar de venta. En muchos lugares como este, los narcotraficantes no dejan a los adictos consumir ahí porque llegan a robar o atacar a la comunidad, por lo que sólo les permiten comprar. Rodrigo —nombre falso— es uno de los hombres que aquella tarde guiaban a los clientes que bajaban del tren hasta el dispendio.

«¿Ustedes son los periodistas, no? Me avisaron que estaban aquí» nos dijo mientras sujetaba una AK-47, el arma de guerra más vendida de la historia, y comía una bolsa de pepitas.

La favela entera estaba cercada. Unos niños —conocidos como fogueteiros porque antes de los teléfonos móviles utilizaban cohetes, foguetes, para avisar que entraba la policía— se asomaban desde los techos de las casas con binoculares para avisar en caso de que vinieran las autoridades o cualquier visitante extraño, eran como las cámaras de vigilancia de los traficantes. Cuando algo grave sucede, ellos desaparecen. Sólo hay dos maneras para llegar a la boca de fumo desde fuera: subir el puente de la terminal de tren por donde transitan los habitantes de la favela o por atrás, en una especie de pasadizo secreto junto a un lote abandonado al lado de la estación por el que sólo caminan los yonquis y las trabajadoras sexuales. Cuando llegamos, después de hora y media de tren, los encargados no nos hicieron preguntas. Todos estaban enterados de que podíamos estar ahí. Nos hablaban como si fuéramos uno de los suyos. Al dono do morro no lo volvimos a ver. Rara vez pisaba ese lugar. El encargado era un chico de 20 años que jugaba sin distraerse con su cometa y apenas nos ponía atención. Era el gerente. En el suelo y recargados en las paredes había todo tipo de rifles. De vez en cuando se acercaba algún cliente, compraba su producto y se iba. Nadie se quedaba más de tres minutos. Mientras sus colegas los atendían, el gerente, un joven redondo, de hombros anchos y gorra de lado, corría para ver qué tan lejos había llegado su cometa.

«Hoy vino el bope, cerraron las escuelas y todos se fueron corriendo. Somos como ratones que se esconden cuando llega el gato», explicaba Rodrigo al fumar un cigarro después de que se había ido la mayoría de los clientes. Cuando entra el bope, una organización policial que se caracteriza por emplear tácticas anti insurgentes y de la que muchos pobladores han denunciado violaciones a los derechos humanos, no queda rastro de la boca de fumo y todos los delincuentes que la atienden se escabullen. El hombre, que escondía sus ojos tras unas gafas oscuras reflejantes, recordaba perfectamente cuándo empezó a traficar. Tenía 13 años y se apoyaba en una escopeta M16 que en aquel tiempo era casi de su tamaño. Ahora sujetaba el rifle como bastón mientras enlistaba de memoria los tipos de armas que había empuñado hasta ahora. Fue encarcelado en varias ocasiones, todas juntas suman ocho años, pero siempre volvía a la favela y conseguía trabajo. Había fungido como fogueteiro, gerente y sicario. Los grupos criminales brasileños se guían por una estructura criminal jerárquica en la favela y se va ascendiendo de acuerdo al mérito. Ahora Rodrigo sólo vigilaba. Ya no quería matar.

«Ya maté y corté a tanta gente… Ahora quiero estar más tranquilo» decía el custodio de la favela.

Mientras hablábamos detrás del dispendio, la mujer esquelética de cabello negro rizado que se paseaba cuando llegó la multitud de consumidores de drogas, finalmente había conseguido un cliente. Salía del pasadizo oscuro, frecuentado por yonquis y prostitutas, arreglándose la falda, con el dinero en la mano. Corría con ansias para comprar una piedrita. Se le dibujaba en la cara algo parecido a una sonrisa.

A primera vista parecen terrones de azúcar. A veces son completamente blancos, otras amarillos o tienen un ligero tono rosado. Son piedritas que esconden la locura. El crack es la forma más potente y dañina de la cocaína. Se consigue mezclando la base de esa droga con bicarbonato de sodio. La receta son dos partes de bicarbonato y una de base libre de cocaína, se utiliza un solvente para unificarlos y cuando se evapora, los alcaloides, el principio activo de la hoja de coca, quedan en el bicarbonato de sodio entre 75 y 100% más concentrados, por lo que su efecto es mucho más fuerte y peligroso que el de la cocaína normal. Crack. Se le dice así por el ruido que hacen las piedras al calentarse. Por su elaboración, es extremadamente barata. Es la droga miseria. El humo ingresa al torrente sanguíneo y va directamente al cerebro. Crea un estado de placer y euforia que sólo dura unos diez minutos. Quienes lo fuman también sienten pánico y tensión. Los consume una necesidad desesperante por otra dosis y de no conseguirla, sufren de ansiedad, agresividad y depresión. Una sobredosis puede causar la muerte súbita.

Un adicto de crack es un esqueleto andante que no toma alimentos ni duerme. Suelen tener ampollas en la cara y los labios orque necesitan de una pipa muy caliente para fumarla. El instrumento puede ser de vidrio, una lata de refresco con orificios o un tubo metálico al que se le introduce un alambre para simular una boquilla. En el penal de San Pedro, en La Paz, Bolivia, conocimos a un grupo de presos que empleaban trozos de caño sellados con cinta aislante para fumarla. Todo alrededor del crack suele ser ruin. Casi en todo el mundo se consigue por un dólar o menos. Quienes se hacen adictos a este estupefaciente se olvidan de sí mismos, se convierten en espíritus de lo que eran. Lo mismo sucede con la pasta base de cocaína, conocida como paco o bazuco, una droga incluso más barata y popular en naciones como Argentina, Perú y Colombia —cuesta alrededor de sesenta centavos de dólar—. Proviene de la costra de lo que queda en la olla donde se prepara la cocaína, son los alcaloides de la hoja de coca sin refinar, mezclados con acetona, ácido sulfúrico o también con bicarbonato o cafeína. Los efectos son muy similares a los del crack. Al paco se le suele llamar «ladrón de cerebros» por su efecto en el sistema nervioso de las personas, que causa paranoia, delirio o problemas mentales. Según el gobierno de Buenos Aires, puede causar muerte cerebral en tan sólo seis meses de uso. A sus consumidores se les dice «muertos vivientes».

Nos hablaron de una crackolandia en la favela de Lins, al norte de Río de Janeiro. Era una conjunto pequeño de chabolas, que en ese momento todavía no había sido pacificado y por tanto, aún era controlado por los traficantes. En la entrada había dos tiendas. Una cerraba y la otra no. Una era un local de abarrotes. La clientela era esporádica. La otra eran dos mesas de plástico de terraza. Un veinteañero, vestido de gorra negra y shorts, era el dependiente. Llevaba una pistola y un radio. Como en la otra chabola, en una de las mesas se esparcían bolsitas de cocaína y crack. En la otra los fajos de reales. El ritmo de venta era vertiginoso.

Al final de la calle había una casa que parecía abandonada pero estaba llena de gente. Las personas entraban y salían continuamente. Un hombre con una pistola en la mano estaba sentado en lo que sería la estancia, parecía el recepcionista del lugar pero no hablaba con nadie y se limitaba a ver la televisión. La primera sala, detrás de la cortina de la puerta, fue en su momento una cocina. Había una barra con vasos de plástico de agua y más bolsitas con unas piedritas como terrones de azúcar. El vaso servía para hacer una pipa económica. Si alguien quería uno de esos productos se lo tenían que pagar al chico de la pistola. En ese lugar estaba un niño mulato de unos 12 años de enormes ojos azules. Vestía una camiseta del Flamengo, un equipo de futbol carioca, y sus enormes ojos azules miraban sin ver. El olor de la estancia era similar al del azufre. Mareaba.

En la sala vecina, al aire libre, estaba otro hombre regordete tomando una siesta sobre una silla. Se hallaba rodeado de basura, comida, vasos, platos y moscas que volaban a su alrededor. El lugar estaba en ruinas, había algunos colchones en el suelo y un par de sillones rotos que olían a humedad. En algunas partes del suelo y en las paredes crecía hierba. El hombre seguía durmiendo a pesar del barullo y los gritos. A su lado, cuatro hombres jugaban a las cartas apostando sus dosis. Había una decena de mujeres escuálidas con tops ombligueros o en bikini que dejaban ver unas barrigas hinchadas por el hambre. Algunas, coquetas, se planchaban el cabello y se pintaban en este sitio que se asemejaba a un refugio de guerra, sucio y miserable, con gente que parecía enferma, hambrienta, herida, pero que estaban ahí por voluntad propia o lo que quedaba de ella. Las chicas hablaban y reían como si se prepararan para salir a una fiesta. En otro cuarto conjunto, tapado con un techo de piedra y que de puerta tenía una sábana vieja, había una pareja teniendo relaciones sexuales.