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Linchamientos digitales • Ana María Olabuenaga

¿Qué puede hacer Twitter con la vida de una persona?

Por
Escrito en OPINIÓN el

¿Qué sucede cuando un tuit se convierte en tendencia, salta a la vida «real» y determina la suerte de alguien?

Memes, bots, hilos, trolleo, tren del mame: palabras que utilizamos coloquialmente, pero que en este ensayo sirven para comprender la naturaleza de las redes: somos actores sociales, víctimas y también verdugos.

¿Dónde termina la burla y comienza el acoso? En un mundo regido por los likes y por la necesidad de reconocimiento y de validación, ¿quién determina lo que es correcto y lo que no? ¿Cuál es el límite de la libertad de expresión?

Ana María Olabuenaga, una de las mentes más brillantes y creativas de la publicidad en el ámbito mundial, aborda casos como los de Nicolás Alvarado y Marcelino Perelló para estudiar el fenómeno social más controversial de nuestra era: los linchamientos digitales.

Fragmento del libro Linchamientos digitales, de Ana María Olabuenaga © 2019, Paidós. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Linchamientos digitales | Ana María Olabuenaga

#AdelantosEditoriales

 

Fragmento Linchamientos digitales de Ana María Olabuenaga

Capítulo I

Justicia por propia mano

Fuenteovejuna, trama y subtrama

La historia de la justicia por propia mano es una historia larga y, como las monedas, nunca cae de canto: se obtiene una cara o se obtiene una cruz. La memoria puede recordar la terrible injusticia hacia los linchados o el valor civil y libertario de los linchadores. No hay punto medio. Fuenteovejuna, del dramaturgo del Siglo de Oro español, Lope de Vega, cae en el territorio de los segundos. Es, quizá, la referencia más antigua de la que se tiene noticia sobre un linchamiento. Basada en un hecho real ocurrido en 1476, el pueblo cordobés de Fuenteovejuna opta por acabar con los atropellos del comendador Fernán Gómez, mayor de Calatrava, en el momento en que este decide ejercer el derecho de pernada sobre Laurencia, una joven valiente, enamorada de Frondoso.

Lope de Vega cuenta una poderosa historia de opresores y oprimidos, de buenos y malos, en donde la muerte a pedradas del comendador resulta un bálsamo para el lector. En el memorable punto climático de la obra, el juez pregunta uno a uno a los habitantes de Fuenteovejuna la identidad del culpable del crimen:

—¿Quién mató al Comendador?

—Fuenteovejuna, Señor.

—¿Quién es Fuenteovejuna?

—Todo el pueblo, a una.

Frente a la fuerza de todos, la autoridad no tiene opción y la obra termina en un final feliz con una gran fiesta.

Hasta aquí, contar la historia de Fuenteovejuna para hablar de linchamientos es un lugar común de fácil referencia, como ya apuntaba Carlos Monsiváis en un fascículo publicado en 2002 por la Comisión Nacional de Derechos Humanos bajo el título de «Justicia por propia mano». Sin embargo, es preciso señalar que el relato de este «primer linchamiento» no estaría completo si no se documentara la subtrama política que se teje por debajo de la historia de amor de Laurencia y Frondoso, que resulta relevante porque las subtramas serán, precisamente, elementos que se analizan a lo largo de este libro, por su importancia en el fenómeno de enardecer a las turbas.

Muchos críticos señalan que los hechos en realidad son parte de una maquinación a favor de Isabel la Católica (la tía) y en contra de Juana la Beltraneja (la sobrina) por el reino de Castilla. Esta es la crónica de los hechos políticos: a la muerte de Enrique IV en 1474, tanto su hermana Isabel como su hija Juana buscan el trono, lo que desata una lucha entre los partidarios de una y de la otra. Juana es reconocida por algunos seguidores como reina, entre ellos el famoso mayor de Calatrava. Por su parte, Isabel, a pesar de no tener la línea de descendencia directa, tenía más fuerza que su sobrina, entre otras cosas, por la alianza con el reino de Aragón que le había otorgado el matrimonio con Fernando. Se desata, entonces, una guerra que duraría cinco años. Poco a poco, Juana irá perdiendo influencias y amigos, uno de ellos curiosamente el mayor de Calatrava, apedreado en Fuenteovejuna. Paulatina e ineluctablemente, los aliados de Juana desaparecerán hasta que no le queda más remedio que pactar, convertirse en monja y vivir hasta el último día de su vida en un claustro, eso sí, firmando siempre sus misivas con dos palabras: La Reina.

¿Derecho de pernada o vendetta política? En su momento se hará referencia a este dato histórico, a esta subtrama, con el propósito de reflexionar sobre la amplificación que los grandes casos de linchamiento reciben, estimulados por causas ajenas al propio evento.

Hay otro punto que aclarar: es cierto que el mayor de Calatrava murió. Cierto también es que murió apedreado por un pueblo. Lo que no es cierto es que a su muerte se le llamara linchamiento, ya que la palabra fue inventada mucho tiempo después.

El término linchamiento

Todos los autores coinciden en que el término proviene de Lynch, un apellido. Lo que no queda claro es si se trata del apellido de un irlandés del siglo xv o del de un par de americanos del XVIII.

Las tres historias son singulares. La primera parece ser una leyenda y está tejida alrededor de la figura de James Lynch Fitz-Stephen, alcalde de Galway, en Irlanda. No se sabe a ciencia cierta si fue por celos o por una deuda, pero el caso es que el único hijo del alcalde, Walter, terminó matando a un joven extranjero de apellido Gomez. Tampoco se sabe con certeza si avergonzado o confrontado, el joven Lynch terminó confesando su crimen al alcalde, su padre. No obstante, al ser también magistrado, el alcalde llevó a su hijo a juicio, lo encontró culpable y lo condenó a muerte en presencia de todo el pueblo. El pueblo, conmovido, solicitó la clemencia del padre para su propio hijo, pero el alcalde estaba resuelto y anunció que él mismo llevaría a su hijo a la plaza pública. El día en que se tenía que cumplir la sentencia, el pueblo se arremolinó en las calles para evitar la tragedia. Entonces, el alcalde decidió dar la vuelta, regresar a casa, subir al segundo piso y colgar a su hijo por la ventana, frente a la mirada incrédula de la multitud.

En la actualidad, la casa todavía existe en Market Street, calle conocida popularmente como Dead Man’s Lane («el sendero del muerto»). Por encima de la puerta de entrada hay una calavera con una cruz de huesos labrada en mármol negro con la siguiente leyenda: «Remember Deathe, Vaniti of Vaniti, and all is but vaniti» (Recuerda la Muerte. Vanidad de Vanidad, todo es solo vanidad). La piedra es conocida como Piedra Lynch y tiene una inscripción adicional:

A la memoria de la severa e inflexible justicia del jefe magistrado de esta ciudad, James Lynch Fitz-Stephen, elegido alcalde en 1493, que condenó y ejecutó a su propio hijo culpable, Walter, en este punto, y ha sido restaurado en este antiguo lugar.

La segunda historia, que es la más probable, gira alrededor de la vida del coronel Charles Lynch del condado de Bedford, Virginia, en Estados Unidos. El coronel presidía cortes extralegales cuya finalidad era luchar contra la falta de ley y las conspiraciones de los leales a Gran Bretaña. El coronel Lynch argumentaba que sus métodos eran necesarios por los tiempos de guerra que se vivían y, por lo mismo, logró que se aprobara una ley que los exoneraba a él y a sus asociados de cualquier perjuicio que se cometiera.

De acuerdo con la tesis de maestría en Ciencia Política de Gordon

Godfrey Fralin, Charles Lynch, al crear lo que lo que se conocería como

«ley Lynch» —cabe aclarar que como ley nunca existió en realidad—, explicó la práctica de la siguiente manera:

Considerando el intolerable número de pérdidas que hemos sufrido a manos de hombres sin ley que hasta ahora han escapado de la justicia, hemos decidido infligir a los sospechosos que no desistan de sus prácticas perversas los castigos corporales que juzguemos proporcionales a los delitos perpetrados.

El tercer origen en la lista se atribuye al capitán William Lynch del condado de Pittsylvania en Virginia, también en Estados Unidos. Reconocido como una figura de la cultura popular de la década de 1780 a

1790, William Lynch se volvió famoso por torturar prisioneros, simular cortes y practicar ejecuciones. Se le atribuyó la creación de la ley Lynch, argumentando que así había nombrado a un acuerdo que firmó con sus vecinos para realizar prácticas extralegales. Los historiadores coinciden en que el argumento no es sólido y que es más lógico atribuirle el origen del término y de la «ley» a Charles Lynch.

Dentro de todo, se ha llegado al acuerdo de que las acciones relatadas se parecen, y es por ello que algunos historiadores se han aventurado a establecer una definición. Manfred Berg, en su estudio Justicia Popular, una historia del linchamiento en América define a esa acción como:

[…] un castigo extralegal cometido por un grupo de personas que se reconocen como los representantes de los deseos de una comunidad y que actúan con la expectativa de impunidad. Hasta la mitad del siglo xix el término no necesariamente significaba la muerte de las víctimas. El término también se refiere a formas no letales de castigo como los latigazos, enlodamiento y emplumado.

Vale la pena subrayar que Berg es un historiador alemán, y que confrontar su visión con el recuento de la historiadora norteamericana Kathleen Belew permite concluir que llegar a una definición del linchamiento no es tan fácil para los estadounidenses, pues esta acción está estrechamente ligada con la discriminación hacia las víctimas de raza negra. El tema es sensible y vergonzoso no solo para la población, sino también para los académicos. Eso explica el hecho de que para los estadounidenses no exista un acuerdo en la definición de linchamiento, pero lo que sí hay son explicaciones diferentes sobre sus causas, y es por ello que el debate sobre el tema sigue vivo. Para recalcar el argumento anterior, baste señalar que apenas en abril de 2018 se inauguró el National Memorial for Peace and Justice (Monumento Nacional para la Paz y la Justicia). En la noticia, publicada por The New York Times, el periodista Campbell Robertson señala que dicho monumento conmemorativo se inspira a su vez en el Memorial del Holocausto de Berlín y el Museo del Apartheid de Sudáfrica. El nuevo monumento conmemorativo del linchamiento —como ellos mismos lo llamaron— se encuentra ubicado en Montgomery, Alabama. Su catálogo registra más de 4 400 linchamientos definidos como «terrorismo racial».

El linchamiento en Estados Unidos está relacionado con raza, pero también con discriminación, esclavismo, sistema económico, pobreza, sexo y poder. No es propósito de este libro profundizar en la vasta documentación y análisis que existe sobre el fenómeno del linchamiento estadounidense, pero es preciso separar el linchamiento del sur y del oeste estadounidense para enmarcar un fenómeno poco visibilizado: el linchamiento de mexicanos.

Los linchamientos en el sur y en el oeste estadounidenses

Existe registro de linchamientos en todo el territorio estadounidense. Sin embargo, el fenómeno tuvo una incidencia superlativa en el sur y en el oeste de Estados Unidos entre los siglos xix y xx. De acuerdo con el reportaje de The New York Times antes mencionado, la década de

1890 a 1900 es considerada, en específico, como el punto máximo de la «epidemia de linchamientos». Se calcula que, durante ese periodo, cada cuatro días un negro era asesinado.

El sur y, sobre todo, lo que los propios estadounidenses llaman el «sur profundo», es el de las plantaciones y del esclavismo. Es el llamado Black Belt (Cinturón Negro), integrado por los estados algodoneros, principalmente Georgia, Alabama, Carolina del Sur, Mississippi y Louisiana, bautizado así porque el 95 % de la población negra vivía en esa región. Es el sur de Jim Crow, el conjunto de leyes de segregación que limitaba los derechos civiles de los afroamericanos y cuyo nombre se atribuye a un espectáculo de nombre Jump Jim Crow, en el cual un actor blanco se pintaba la cara de negro para hacer una sátira sobre las políticas populistas del expresidente Andrew Jackson.

Cabe apuntar que por entonces —Jackson fue presidente entre 1829 y 1837— los sistemas judiciales en Estados Unidos no eran estrictamente una prerrogativa del Estado, lo cual propiciaba que las prácticas de linchamiento fueran aún más comunes. En aquellos tiempos todos los hombres con las capacidades físicas suficientes debían asistir al sheriff en la búsqueda de criminales, mientras que los otros miembros de la comunidad servían como magistrados o jueces.

Los juicios eran bastante simples y cortos: en cuanto se capturaba a los criminales, los presentaban de inmediato frente al jurado, con la intención de que los incidentes estuvieran frescos para permitir que los juicios duraran tan solo un par de horas. Los criminales no podían tener abogado ni testigos a su favor. La pena de muerte era bien vista, ya que servía para tres principios: disuasión, retribución y penitencia.

Por ello, la ejecución de la sentencia debía ser en presencia de toda la comunidad.

Las ejecuciones mediante linchamiento podían llegar a ser especialmente crueles y sanguinarias. El caso de Sam Hose, un negro de veinticuatro años acusado de haber matado a su patrón y violado a la esposa de este —lo primero en defensa propia y lo segundo falso, según las revaloraciones históricas—, es particularmente relevante, no solo porque antes de quemarlo vivo le cortaron partes del cuerpo, o porque después de muerto le sacaron las vísceras y los huesos para entregarlos como souvenir a la multitud, sino debido a la presencia de 2 000 personas que, desde todos los alrededores, asistieron a la ejecución, además de las fotos que se tomaron sobre los hechos y que tuvieron una amplia circulación. Las imágenes están disponibles tecleando en los buscadores la entrada «Sam Hose, linchamiento».

Aquí cabe subrayar la aportación de la especialista en linchamientos en el sur de Estados Unidos, Jacqueline Goldsby, quien hace una reflexión que resulta particularmente significativa para los propósitos de esta investigación al relacionar los linchamientos con los medios de comunicación. Goldsby asegura que «el linchamiento está intrínsecamente ligado a las tecnologías de circulación y espectáculo —particularmente la fotografía […]—»,11 ya que a través de su uso se establecía claramente quién detentaba el poder y aseguraba un orden con mano de obra dócil y barata. Es decir, a los ojos de Goldsby, la difusión del linchamiento resultaba un punto medular para los propósitos de control social.

En el imaginario colectivo es precisamente en el sur donde se encuentra el epicentro del fenómeno y una imagen que todos hemos visto lo retrata: una cuadrilla ha capturado un hombre joven cualquiera, fornido, de raza negra, que no habla, no llora, no suplica, acusado injustamente de violar a una blanca, no mueve un músculo, mira. Endurecida por la indignación, la mirada está fija: por pupilas dos clavos negros y un blanco de los ojos tan blanco, tan puro, que brilla, haciendo el blanco más blanco que la piel de los blancos que escogen la rama para colgarlo. Una crueldad, una vergüenza y una tristísima trompeta que parece llamar a entierro haciendo espacio a un piano solitario y a la voz de Billie Holiday entonando: Southern trees bear a strange fruit, / blood on the leaves and blood on the root. / Black bodies swinging in the southern breeze, / strange fruit hanging from the poplar trees.12

«Strange fruit» es una canción basada en el poema del poeta judío Abel Meeropol escrito en 1937 que habla de los linchamientos en el sur y que popularizó Billie Holiday. El hecho de citarla para los fines de esta investigación se debe a que en 1999 la revista TIME la nombró «la canción del siglo». A pesar de que la composición posee una personalidad singular, el título de «la canción del siglo», más que reconocimiento, suena a expiación, a una penitencia más a la que la sociedad norteamericana se somete por las atrocidades cometidas a lo largo de su historia. Un purgatorio que se antoja infinito plagado de fotos, películas, pinturas, novelas y poemas como el siguiente:

And then they had me, stripped me, battering my teeth into my throat till I swallowed my own blood.

My voice was drowned in the roar of their voices,

and my black wet body slipped and rolled in their hands as they bound me to the sapling.

And my skin clung to the bubbling hot tar, falling from me in limp patches.

And the down and quills of the white feathers sank

into my raw flesh, and I moaned in my agony.

Then my blood was cooled mercifully, cooled by a baptism of gasoline.

And in a blaze of red I leaped to the sky as pain rose like water, boiling my limbs.

Panting, begging I clutched childlike, clutched to the hot sides of death.

Now I am dry bones and my face a stony skull staring in yellow surprise at the sun…13

La fuerza de esta última estrofa del poema Between the world and me de Richard Wright, publicado en 1935, radica en que está escrito desde el punto de vista del linchado. No tiene aliteraciones, ni rima. En un artículo especializado, Hollis Robbins, Diana Fuss y otros académicos consideran dicho poema como el más importante sobre el tema, y lo leen como un «poema cadáver», ya que «no está hablando más allá de la tumba, sino desde dentro de la tumba misma».

Se ha señalado ya varias veces la vergüenza que el pueblo estadounidense siente por esta cruel cara de su identidad. Proporciono una evidencia adicional: en 2005 el Senado estadounidense se disculpó por no haber hecho lo suficiente para detener la peor fase de las multitudes asesinas. La resolución confirmaba lo que historiadores como Berg habían conceptualizado al catalogar al linchamiento como «la última expresión del racismo en los Estados Unidos». Otro dato histórico que sustenta la resolución del Senado fue aportado por Laura Wexler en un artículo publicado en The Washington Post: hasta 1946 se consignó por primera vez a un linchador ante la ley. Sin embargo, debido a que se le juzgó por violación de derechos civiles y no por asesinato, su pena fue de tan solo mil dólares y un año de cárcel; es decir, el asesinato de ese granjero negro jamás fue juzgado.

Por otra parte, poco se habla de los linchamientos en el oeste, el

«Lejano Oeste», The Frontier, el Wild West, el de la «fiebre del oro» y el de los cowboys. Este es el oeste de las películas, el que llena de orgullo a los estadounidenses, el de los caballeros que cabalgan, el de los hombres que lograron «la conquista del oeste», pero que también tiene muertos «invisibles» para la historia del linchamiento, como lo demostró en 2017 Nicholas Villanueva, académico de CU Boulder, quien documentó un importante número de linchamientos de mexicanos de los que no se tenía mayor información.

Algunos académicos separan dos prácticas en el oeste: el vigilantismo y el linchamiento; consideran al primero como una actividad organizada, mientras que el segundo es definido como un acto espontáneo. Ambos fenómenos fueron altamente populares en el oeste, pero esta diferenciación ayuda a entender, por ejemplo, las actividades del Comité de Vigilancia de San Francisco, que llegó a contar con 10 000 miembros y tenía como objetivo vigilar mexicanos, chinos y cualquier otro tipo de inmigrante. Según el recuento de Kathleen Belew, la mayoría de los historiadores está en contra de esta separación de conceptos, ya que sostiene que ambas actividades, vigilantismo y linchamiento, llegaban a los mismos fines. Es más, el vigilantismo podía preceder al linchamiento, lo que los convertiría en partes de un mismo fenómeno. Lo que a los ojos de esta investigación resulta interesante es la sutileza de algunos académicos —principalmente Richard Maxwell Brown— al formular la consideración de la premeditación. Como se verá más adelante, uno de los casos que se analizan —el de Nicolás Alvarado— resultó espontáneo, mientras que el otro —el de Marcelino Perelló— fue premeditado.

Siguiendo con la idea de la separación de los fenómenos, se presenta una diferencia adicional: el vigilantismo es una tarea comunal, casi un trabajo, llevado a cabo por gente que presenta similitudes entre sí. Por su parte, el linchamiento es de conformación ecléctica: al no estar premeditado, logra reunir a personas de todo tipo y, a diferencia del vigilantismo, puede incorporar personas de la élite. Cabe insistir en que esta distinción existe cuando ambas actividades no suceden de manera simultáneas como parte de un fenómeno particular.

Así como en el sur el linchamiento servía para mantener el orden y el poder, en el oeste y, sobre todo, en «la frontera» —esa tierra de nadie— servía para crearlo y establecer reglas claras. Esta zona abarca los estados de Texas, Nuevo México, Arizona, California, parte de Nevada, Utah, Colorado y Oklahoma, principalmente, territorio que para principios del siglo xix formaba parte de México.

Vale la pena hacer un paréntesis para intentar comprender el cómo y el porqué de los linchamientos a mexicanos en el hoy oeste estadounidense. No solo porque se habla poco de ello, sino porque el hecho de que los estadounidenses tuvieran esclavos y lincharan, y los mexicanos no, representaba la gran superioridad moral con que los mexicanos se ostentaban frente a los estadounidenses.

En 1821 México había declarado su independencia de España e hizo suyas las posesiones españolas en el norte del continente. El territorio era árido y hasta desértico, lo que para una nueva nación como México hacía difícil poblarlo y, sobre todo, gobernarlo. Unido a ello estaban las intenciones expansionistas de los estadounidenses que, años atrás, el presidente Thomas Jefferson había dejado claras. Los estadounidenses le compraron tierras a las tribus indias: Louisiana, parte de Missouri y, en algún momento, pensaron en comprar México. Es famosa la editorial del Cincinnati Herald preguntando qué haría Estados Unidos con ocho millones de mexicanos «con su adoración de ídolos, sus supersticiones paganas y sus razas de mestizos degradados».

11 En aquella época una postal se vendía en cinco centavos de dólar, lo mismo que un litro de leche.

12 Mi traducción: «De los árboles del sur cuelga una fruta extraña, / sangre en las hojas y sangre en la raíz. / Cuerpos negros balanceándose en la brisa del sur, / extraña fruta que cuelga de los álamos».

13 Mi traducción: «Y entonces me tenían, me desnudaron, golpearon mis dientes dentro de mi garganta, hasta que tragué mi propia sangre. Mi voz se ahogó en el rugido de sus voces y mi cuerpo negro mojado resbaló y rodó en sus manos mientras me ataban al árbol. Y mi piel se aferró al alquitrán caliente burbujeante, desprendiéndose de mí en blandos parches. Y el atardecer y las plumas se hundieron en mi carne cruda y gemí en agonía. Entonces mi sangre fue refrescada misericordiosamente, refrescada por un bautismo de gasolina. Y en un resplandor de rojo salté al cielo y el dolor subió como el agua, hirviéndome las extremidades. Jadeando, suplicando me aferré como niño, agarré los lados calientes de la muerte. Ahora soy huesos secos y mi cara es un cráneo de piedra mirando en sorpresa amarilla hacia el sol…».