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El poder vacío • Lorenzo Meyer

El agotamiento de un régimen sin legitimidad.

Por
Escrito en OPINIÓN el

«Tras el agotamiento del priísmo, México está embarcado en una gran aventura: escribir un nuevo capítulo de su historia»

El poder vacío no escatima ideas para exprimir (en el sentido barroco de «explicar») la naturaleza de la política, su crítica y la estructura social en nuestro país, lo que constituye el bagaje para analizar, por momentos acaso sin piedad, los lastres de un PRI muy venido a menos, como la violencia, la corrupción y la violación de los derechos humanos, así como las realidades que no previó ni como partido ni como gobierno: las elecciones de 2018, la enseña lopezobradorista y, finalmente, el inimaginado cambio que, cuando despertó, ya estaba ahí.

Con hechos descritos puntualmente, con cifras documentadas, con la luz de fundadas teorías políticas y no con un adarme de citas, sino con una razonada exposición de ellas, este libro da cuenta de la decadencia de un sistema que incluso en el año 2000, con la engañosa alternancia, parecía imbatible.

La Silla Rota te regala un capítulo del libro “El poder vacío” de Lorenzo Meyer con autorización editorial de Penguin Random House.

Lorenzo Meyer (Ciudad de México, 24 de febrero de 1942) es profesor-investigador emérito del Sistema Nacional de Investigadores y también lo es de El Colegio de México. Es doctor en relaciones internacionales egresado del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México y cuenta con estudios de posdoctorado en el Departamento de Ciencia Política de la Universidad de Chicago.

El poder vacío | Lorenzo Meyer

#AdelantosEditoriales


EI poder vacío

EI agotamiento de un régimen sin legitimidad

Lorenzo Meyer

Prólogo

Tras 12 años fuera de Los Pinos, la recuperación de la presidencia de México en 2012 por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), con Enrique Peña Nieto a la cabeza, fue, asimismo, el acto final de un largo ciclo político mexicano dominado por un partido que nació en 1929, cuando la energía de la revolución mexicana aún se dejaba sentir. Nueve décadas más tarde, al concluir 2018, el partido creado por el expresidente y general Plutarco Elías Calles aparecía como una fuerza política desprestigiada, derrotada y en camino de convertirse en marginal.

La recuperación de Los Pinos por el PRI tras derrotar al Partido Acción nacional (PAN) en 2012 concluyó dramáticamente seis años más tarde con una apabullante derrota electoral del priísmo infligida por la izquierda. A su vez, lo que fue un desastre para el viejo partido de estado, para el sistema político en su conjunto significó la posibilidad de un cambio no sólo de gobierno, sino el inicio de una transformación sustantiva en la naturaleza misma de un régimen político creado y moldeado básicamente por el PRI y su estilo en el ejercicio del poder.

Pero volvamos a 2012. La recuperación de la presidencia y del control sobre el gobierno federal por parte del PRI les indicaba a muchos observadores nacionales y extranjeros que el grupo encabezado por Peña Nieto y con raíces en el estado de México —siempre gobernado por el PRI y sus antecesores— volvía a posicionar al partido de Calles como el eje de la organización política del país durante más de un sexenio. Y es que ese partido, que se autocalificó como “el nuevo PRI”, se había impuesto de manera contundente sobre la fuerza de derecha que en el año 2000 le había arrancado, desde las urnas, la presidencia. Después de 12 años de panismo, el priísmo lo desbancó por un margen sustantivo: 16%. Por otro lado, aunque con menos contundencia, el PRI de Peña Nieto también se impuso a su otro rival, el de izquierda, Andrés Manuel López Obrador, candidato del Partido de la revolución Democrática (PRD). En este último caso, la diferencia en votos no fue aplastante: 5.6%, pero sí suficiente para que el triunfo del mexiquense no pudiese ser cuestionado con efectividad ante los órganos electorales o la opinión pública, pese a las irregularidades registradas durante la campaña.1

Cuando 12 años atrás, en 2000, el PRI se vio obligado a ceder la presidencia, se refugió y reconstituyó en los estados.2 Ahí restañó sus heridas, preservó sus estructuras locales, acumuló recursos —el gobierno panista compró la paz con los gobernadores priístas, que eran mayoría, con la largueza fiscal que le permitieron los altos precios de sus exportaciones petroleras— y políticamente se reagrupó en torno al gobernador con mayores recursos económicos y demográficos: Enrique Peña Nieto. En 2012 el PIB mexiquense era superior al de las otras entidades federativas, salvo la capital del país, y su padrón electoral casi alcanzaba los 11 millones, equivalente a 13% del total nacional.3 Además, el PRI mexiquense mantenía un carácter particularmente compacto y disciplinado.

Seis años más tarde, a escala nacional, la derrota de Peña Nieto y su partido fue sonora. Su candidato presidencial, el exsecretario de Hacienda, de energía, de relaciones exteriores y de Desarrollo Social, José Antonio Meade, pese a que contó con el apoyo total del gobierno, y al esfuerzo de la maquinaria priísta por comprar y coaccionar el voto, apenas logró acreditar 16.4% de los sufragios.4 en contraste, la izquierda, encabezada por tercera vez por Andrés Manuel López Obrador, obtuvo 53% de los votos. La derrota de 2018 significó para el PRI no sólo volver a dejar la presidencia, sino resignarse a tener una presencia marginal en el congreso federal. En la Cámara de Diputados, la coalición encabezada por Morena obtuvo 307 de los 500 escaños en disputa, en tanto que la encabezada por el PRI, sólo 62. En un Senado de 128 curules, las cifras fueron apenas 20 de 70.

México no es el único caso en que un partido autoritario, tras perder el poder, lo recupera vía las urnas. Un fenómeno similar había ocurrido ya en Taiwán, cuando el Kuomintang (kmt) —partido fundado en 1911 en la China continental y que de 1945 a 1987 gobernó esa isla como partido único— también perdió en las urnas un poder obtenido originalmente por la fuerza. Y si bien en 2008 el kmt retornó al Palacio Presidencial por voluntad ciudadana, en 2016 volvió a salir de ahí, al perder en un proceso similar al mexicano.

Luego de dos sexenios fuera de Los Pinos el PRI retornó a “su casa”, pero en un entorno diferente, pues si bien subsistieron prácticas del pasado no democrático: financiamiento partidista ilegal, autoridades parciales y corrupción endémica, las raíces del pluripartidismo se habían fortalecido. Había ya una oposición activa y una ciudadanía más participativa y consciente de su fuerza, que disponía de fuentes plurales de información.

Los cambios resultaron difíciles de controlar para un partido que, como el PRI, no había nacido para competir en las urnas, sino para ejercer y administrar un poder previamente adquirido y asegurado. En contraste, en 2018 una sociedad cada vez más demandante y con menor tolerancia a la corrupción y la ineficiencia protagonizó una insurgencia electoral —no la primera, pero sí la más efectiva— que en julio se volcó a favor de la opción de izquierda. Conducido por Enrique Peña Nieto, el partido en el gobierno consumió sus últimas reservas de capital político y, al final, se vio obligado a aceptar una derrota contundente. En vísperas de esas elecciones, el presidente mantenía una aprobación de apenas 20%5 y el candidato que él designó —¡que debió presentarse a la contienda como un tecnócrata sin filiación partidista!— quedó en un pobre tercer lugar.6 Más de uno de sus dirigentes expresó el temor de que su instituto dejara de ser políticamente relevante.7

En su inicio, el hundimiento con el que concluyó el gobierno del exgobernador del estado de México no se vislumbraba siquiera como posibilidad. El flamante presidente aseguró que su partido se había puesto al día para ser compatible con la modernidad del país. Y es que por primera vez ese partido había sido capaz de alcanzar la victoria electoral por sí mismo, sin contar con el tradicional respaldo del gobierno federal, y acreditar un margen de triunfo con credibilidad, es decir, muy diferente de aquellas victorias absolutamente increíbles, como la de 1976, cuando el candidato priísta recibió 100% de los votos válidos, o la de 1988, con un fraude inocultable. Si el último candidato presidencial priísta ganador anterior a 2012, Ernesto Zedillo, en 1994, se adjudicó 48.7% de la votación, en 2012 Peña Nieto recibió su constancia de triunfador con el respaldo de sólo 38.2% de los electores, y aunque la autoridad validó su triunfo, los medios registraron que esa cifra tenía ya un componente importante de votos comprados.8

La restauración priísta en 2012 fue resultado de múltiples factores, pero no es aventurado suponer que una muy importante, como sucedió con el retorno ya comentado del kmt en Taiwán, tuvo que ver menos con el proyecto del triunfador y más con el fracaso del partido en el poder: el PAN. en 2000 los panistas se habían regodeado con el éxito de su histórico “asalto” democrático e incruento a la fortaleza autoritaria priista.9 Sin embargo, el refrendo de ese triunfo en 2006 fue con un margen de menos de 1% y bajo sospecha, un crecimiento mediocre de la economía —poco más de 2% anual, pese a los altos precios del petróleo exportado—, corrupción, militarización de la lucha contra las organizaciones del narcotráfico, aumento exponencial de la violencia —en ese sexenio se abrieron más de 102 mil carpetas de investigación por homicidio doloso,10 miles de desapariciones y violaciones de los derechos humanos—, todo sin haber logrado el objetivo: quebrarle el espinazo al crimen organizado.11

Las elecciones intermedias de 2015 se desarrollaron sin sorpresas, pero con un ligero retroceso para el partido del gobierno. En la renovación de la Cámara de Diputados el PRI recibió 30.69% de los sufragios, aunque ganó cinco de las nueve gubernaturas en juego. Sin embargo, al año siguiente el partido del presidente perdió siete de 12 elecciones estatales, resultado que los medios calificaron como “derrota histórica” tanto para el PRI como para Enrique Peña Nieto.12 Particularmente significativas fueron las pérdidas en Veracruz, Tamaulipas, Durango y Quintana Roo, plazas que habían permanecido en manos priistas desde la fundación de su partido.

El fracaso de 2016 llevó a que uno de los priistas más influyentes y representativos de sus cuadros “tradicionales”, el senador Manlio Fabio Beltrones, dejara la dirección del partido en manos de un personaje de poca experiencia partidista, pero de toda la confianza del presidente: Enrique Ochoa reza, hasta entonces al frente de la Comisión Federal de electricidad. En las tres elecciones locales de 2017 el PRI pareció recuperarse, pues perdió Nayarit, pero mantuvo el estado de México y Coahuila. Sin embargo, ambas victorias fueron notoriamente dudosas: logradas por la vía de irregularidades evidentes, no generaron legitimidad para el partido y, pese a los recursos invertidos y a la manipulación de los institutos electorales locales, los resultados subrayaron más las debilidades del PRI y la presidencia que sus fortalezas. A juicio de algunos observadores calificados, lo ocurrido en esos dos estados terminó por constituirse en derrotas morales de los supuestos ganadores.13

Las victorias sin credibilidad y las derrotas abiertas del partido del gobierno en 2016 y 2017 fueron, en buena medida, reacción a los casos de corrupción mayúscula en el gobierno federal y de los “nuevos priistas” en los gobiernos de Veracruz, Chihuahua o Quintana Roo, de la imparable ola de violencia y del clima de inseguridad. Hubo otro factor muy importante: el surgimiento de una alternativa al sistema de partidos existente.

Desde 2014 empezó a operar en México un nuevo actor partidista de izquierda, el Movimiento de regeneración nacional (Morena), encabezado por el persistente y carismático Andrés Manuel López Obrador. Este partido-movimiento se propuso ocupar el espacio que estaba dejando un PRD cada vez menos opositor, más cercano al gobierno y más dividido. Morena se lanzó tanto contra la izquierda colaboracionista, PRD, como contra la derecha, es decir, el PAN y el PRI, a los que caracterizó como dos caras de una misma oferta: “el prian”.14

Las elecciones de 2017 en el estado de México fueron el preámbulo de la elección presidencial de 2018, y lo que mostraron en el corazón geográfico del peñanietismo fue que, pese a la intervención del gobierno federal en su favor y a los dados cargados que jugaron las instituciones electorales, el PRI por sí mismo ya no pudo superar a Morena. Al final, el priista Alfredo del Mazo, hijo y Nieto de gobernadores, fue declarado ganador gracias al margen de 2.78% de votos que le dieron sus aliados: PVEM, PES y PANAL. Si en ese entorno político particularmente favorable para el partido del gobierno Morena lo alcanzó, entonces se hizo evidente la posibilidad de que el nuevo partido de izquierda superara a escala nacional a la maquinaria priista.

La elección presidencial de 2018 fue espectacular. Para empezar, por su magnitud. No sólo estaba la disputa por la presidencia de la república y los escaños de las cámaras federales de diputados (500) y senadores (128), sino también centenares de cargos locales en 30 estados: 3 mil 326 posiciones en total. Enrique Peña Nieto y su partido se jugaban la reafirmación de la posición del PRI como el partido-eje histórico del sistema político mexicano. Para el PAN lo importante era que sus victorias locales de 2016 desembocaran en la recuperación de la presidencia. Al PRD le interesaba sobrevivir. Finalmente, para Morena y su líder el propósito inmediato era consolidarse, para lo cual tenían que romper el círculo de hierro de la partidocracia: PRI-PAN-PRD, que a lo largo de 30 años había dominado el panorama político nacional. Para el morenismo, sólo rompiendo ese círculo se podría lograr la meta sustantiva: cambiar la forma y el contenido del sistema político mismo, es decir, cambiar el régimen.

Desde finales de 2017 las encuestas empezaron a arrojar cifras que ponían sistemáticamente en la delantera a Andrés Manuel López Obrador.15 Un clima de alarma se hizo evidente en círculos gubernamentales, empresariales y de la derecha en general. La designación de un tecnócrata sin militancia partidista como candidato del PRI no encendió gran entusiasmo público, pese a que se destacaron la formación académica de José Antonio Meade, su experiencia por haber formado parte de gabinetes tanto del PAN como del PRI —lo que también garantizaba la continuidad— y, principalmente, el no estar bajo sospecha de corrupción personal. En el PAN, la candidatura fue muy disputada y finalmente recayó en el jefe del partido: Ricardo Anaya, un joven abogado y politólogo mexiquense de talante agresivo, militante del partido desde los 21 años e identificado con la modernidad administrativa. Sin embargo, durante la lucha interna por conseguir su postulación, dividió profundamente al PAN e hizo eje de su campaña el compromiso de llevar a juicio, por corrupto, al propio presidente de la república. El resultado fue un contraataque del gobierno, que logró tender un velo de sospecha sobre la probidad del panista, al acusarlo de negocios inmobiliarios poco claros en Querétaro.

Si durante un tiempo el llamado “PRIAN” funcionó, para 2018 esa posibilidad quedó descartada por las dirigencias, y la división entre los partidos que le dieron nombre a la dupla se ahondó a lo largo de la campaña. Anaya superó a Meade en los sondeos de opinión, pero no logró cerrar la brecha frente a López Obrador ni, todavía menos, superarlo. Las fuerzas de derecha, en particular los empresarios, jugaron con la idea del “voto útil”: hacer declinar a Meade para consolidar en torno de Anaya un gran frente antiLópez Obrador, pero el intento no prosperó, entre otras razones porque el presidente, único actor que podía eliminar al candidato del PRI de la contienda, no lo aceptó. Desde su perspectiva, si alguien debía declinar era Anaya.

Fue así como se llegó a un 1º de julio, cuando 56.5 millones de ciudadanos salieron a dar su voto (63.4% del padrón), del que Andrés Manuel López Obrador recibió 53.19%, Anaya 22.27% y Meade apenas 16.40%. La victoria contundente del candidato de izquierda fue reforzada por el hecho de que su partido, Morena, también se alzó con la victoria en el Poder Legislativo federal y en una buena cantidad de congresos estatales. Por primera vez en su historia, el PRI quedó como fuerza marginal tanto nacional como localmente. El peñanietismo se hundió y en el proceso arrastró a su partido.

El peñanietismo. La teoría y la práctica

La primera acción de Enrique Peña Nieto como presidente fue aparatosa. Logró que el 2 de diciembre de 2012, un día después de asumir el poder, las principales fuerzas políticas representadas en el Congreso pusieran su firma junto a la suya en un Pacto por México (ppm). Fue un golpe maestro. Dentro y fuera de México se difundió la imagen del joven presidente rodeado por los dirigentes del PRI, PAN y PRD en el Castillo de Chapultepec cuando, solemnemente, signaban ese documento.16 El mensaje fue claro: los adversarios electorales habían recibido de un vencedor generoso y negociador la invitación para ser acompañantes de un proyecto que buscaba acelerar la transformación de México por la ruta que se había tomado desde la década de 1980: el neoliberalismo económico. A inicios de 2014 la revista Time dedicaría una portada con la imagen de Peña Nieto y este encabezado: “Saving Mexico. How Enrique Peña Nieto’s sweeping reforms have changed the narrative in his narco-stained nation”.17

En la cúpula partidocrática no hubo ya una voz disidente y con autoridad que hiciera contrapeso a la posición presidencial. Para entonces Andrés Manuel López Obrador había decidido dejar el PRD y empezar a construir una nueva fuerza de oposición real. Por eso, en vísperas de iniciarse el nuevo gobierno, en septiembre y octubre de 2012, ya sin la presencia de López Obrador, los dirigentes perredistas propusieron y negociaron, primero con los representantes de Peña Nieto y después con los dirigentes panistas, la posibilidad de llegar a un gran acuerdo, a un pacto que desembocara en algo parecido a un gobierno de coalición.18 Fue así como nació el ppm. Ya negociado, el ppm se presentó como un compromiso entre adversarios —que no enemigos—, quienes, tras superar sus naturales diferencias, buscaban los puntos de encuentro para lograr tres grandes metas: el fortalecimiento del estado, la democratización de la economía y de la política, más la ampliación y concreción de los derechos sociales. Las tres se definieron de tal manera que, en teoría, no entraran en conflicto con los supuestos principios ideológicos de ninguno de los partidos firmantes. Para lograrlo, establecieron cinco ejes temáticos: 1. la sociedad de derechos y libertades; 2. el crecimiento de la economía, el empleo y la competitividad; 3. la seguridad y la justicia; 4. la transparencia, la rendición de cuentas y el combate a la corrupción, y 5. la gobernabilidad democrática. Para darles contenido a esos grandes temas, redactaron 95 “compromisos”, no sin advertir que su logro no debía ni podía ser tarea exclusiva de las dirigencias políticas: era necesaria la participación ciudadana en su diseño, ejecución y evaluación.

En la práctica, la participación ciudadana, si la hubo, se notó poco. El PPM finalmente no se tradujo en una mejoría de las percepciones de los trabajadores, ni en un combate efectivo a la corrupción; tampoco en la recuperación de la seguridad o en la instauración de una gobernabilidad democrática. en 2018 la aprobación del autor del ppm, el presidente, era francamente baja: apenas de 20 por ciento.19

En la práctica, el corazón del pacto fue un puñado de “reformas estructurales”, la principal de las cuales, por su concreción y el monto de los recursos en juego, fue la energética. Con el apoyo de las bancadas del PAN y del PRD en el Congreso, y con el aplauso casi unánime del sector privado nacional y extranjero, en diciembre de 2013 el presidente logró que se modificara la Constitución y se hiciera a un lado lo que a lo largo de mucho tiempo se había calificado como uno de los mayores logros del nacionalismo de la revolución mexicana: el reservar para el estado y su gran empresa, Petróleos Mexicanos (Pemex), la propiedad, la exploración, la explotación, la refinación, el transporte y la comercialización de los hidrocarburos, por así convenir al interés nacional.

Desde el sexenio de Miguel Alemán (1946-1952) la presidencia había intentado reintroducir el capital privado extranjero al campo de los hidrocarburos. Al suscribir “contratos riesgo”, primero con empresas extranjeras y, más adelante, al dividir el campo de la petroquímica en primaria y secundaria, donde ya se admitió a la empresa privada, sucesivos gobiernos ampliaron paulatinamente el área de lo privado en la explotación del petróleo. De todas formas, al suscribirse en 1993 el acuerdo internacional que redefinió la naturaleza misma del modelo económico mexicano: el Tratado de Libre Comercio de América del norte, el gobierno de Carlos Salinas de Gortari se cuidó de no meter todavía el petróleo en ese saco. Eso no significó que se detuviera el paulatino abandono de Pemex como la empresa estatal indispensable e insustituible y se ampliaran los rubros en que podían entrar los capitales privados en materia de energía. El gobierno de Felipe Calderón pretendió concesionar la perforación en aguas profundas —donde, se dijo, residía la nueva frontera petrolera mexicana— a empresas privadas, pero la oposición en el Congreso se lo impidió. Finalmente, ya con el PRI de nuevo en el timón y el ppm como carta de navegación, Peña Nieto llevó a su conclusión lógica la reforma energética sin importar que una mayoría ciudadana no apoyara esa franca apertura a la inversión privada en hidrocarburos.20

El 20 de diciembre de 2013 una enmienda constitucional dio el banderazo de salida para acabar con los monopolios estatales en materia de petróleo y electricidad. La idea central, se aseguró, era mantener a Pemex y la Comisión Federal de electricidad como “empresas productivas del estado”, pero abrir todo el campo energético al capital privado, interno y externo, para, mediante inversión masiva y amplia competencia, descubrir y explotar nuevos yacimientos de hidrocarburos en circunstancias donde la producción local iba a la baja y la demanda interna, al alza.

Una vez abierto el mercado petrolero se iniciaron las licitaciones, y en 2017 se habían firmado más de un centenar de contratos en los que participaron más de 70 empresas privadas mexicanas y extranjeras. Se anunció entonces que el valor de las inversiones comprometidas, aún no efectuadas, podría sobrepasar los 160 mil millones de dólares.21 Sin embargo, el gobierno de Peña Nieto concluyó sin poder mostrar las bondades prometidas por la reforma: aumento de la producción y mejores precios. Para el mexicano promedio lo tangible fueron las bajas en la producción y los aumentos en el costo del combustible y la electricidad, la dependencia creciente del gas y la gasolina importados y los escándalos sobre la mala administración y la corrupción en Pemex, más un inaudito robo de combustible en los ductos de la empresa por el crimen organizado.22 En una encuesta levantada el mismo día de la elección de 2018, 59% de los consultados respondió que la reforma energética era perjudicial, y sólo 10% que era benéfica. En relación con el futuro, 28% se declaró en favor de cancelar la reforma, 56% deseaba que se revisara y apenas 13% aceptó que se dejara como estaba.23

En el ocaso del sexenio, México importaba 78% de las gasolinas que consumía, y la producción de Pemex había caído tanto que, a partir de octubre de 2018, importaba crudo ligero para surtir a sus propias refinerías, que, en cualquier caso, hacía tiempo que no operaban a plenitud y surtían apenas un tercio del mercado.24

La otra reforma muy controvertida y generadora de conflictos sociales fue la educativa, aprobada en diciembre de 2012, promulgada en febrero del año siguiente y que para septiembre tenía diseñado completamente su marco legal y estaba en marcha.

Elevar la calidad de la educación mexicana se había hecho indispensable, una meta que pocos, si es que alguno, ponían en duda. Sin embargo, el impulso reformista del gobierno en ese rubro rápidamente enfrentaría resistencias, al dar prioridad a la implantación de un sistema de evaluación de los docentes y toparse ahí con la casi inevitable oposición de la disidencia sindical. En una maniobra que recordaba otras del pasado, el 26 de febrero de 2013 el gobierno detuvo a la líder vitalicia del Sindicato nacional de Trabajadores de la educación (SNTE), Elba Esther Gordillo, acusada de delitos financieros por 2 mil millones de pesos, la envió a la cárcel y propició el ascenso de una nueva directiva, encabezada por Juan Díaz de la Torre, comprometida a dar su apoyo a la reforma emprendida por el gobierno. Cinco años después, a punto de concluir el sexenio, los cargos contra la maestra Gordillo se diluyeron y salió de prisión. Ya en libertad, la dirigente se dijo dispuesta a recuperar su posición en el sindicato y a luchar contra la reforma educativa. Pero no era la única enemiga de la reforma: lo eran, primordialmente, el ala sindical disidente del movimiento magisterial: la Coordinadora nacional de Trabajadores de la educación (CNTE), y el movimiento de oposición encabezado por Andrés Manuel López Obrador.

La parte de la reforma educativa que se puso en marcha primeramente fue un mecanismo de evaluación de los docentes que, en la práctica, quitaba al poderoso sindicato magisterial, de un millón 619 mil 990 miembros, según cifras del SNTE,25 el control del reclutamiento y promoción de los maestros, argumentando que la corrupción en que había desembocado ese control incidía directamente en la mala calidad de la enseñanza.

1 La irregularidad más notoria fue la falta de control sobre el gasto de los partidos: Martha Gloria Morales y Luis Alberto Fernández (coords.), La elección presidencial de México, 2012. Miradas divergentes, México, Fontamara, 2012.

2 Rogelio Hernández, “el refugio del PRI durante la alternancia panista”,

Foro Internacional, vol. 55, núm. 1, enero-marzo de 2015, pp. 45-82.

3 A precios de 2008; fuente: <https:>, consultada el 20 de agosto de 2018.</https:>

4 Véase al respecto a Rogelio Gómez Hermosillo, “Lucro político con la pobreza: las prácticas de compra y coacción del voto en las elecciones de 2018”, en Bernardo Barranco, AMLO y la tierra prometida. Análisis del proceso electoral de 2018 y lo que viene, México, Grijalbo, 2018, pp. 81-98. en ese trabajo se encontró, con base en encuestas, que en ese año 33.5% de los electores recibió algún tipo de oferta que buscaba influir en su voto: la mitad la rechazó, pero 79% de esa mitad que aceptó el ofrecimiento dijo no tener problema en votar por otro partido diferente del que le ofreció algo a cambio del voto.

5 Encuesta Mitofsky, El Economista, 1º de marzo de 2018, documento disponible en <https:>, consultado el 20 de agosto de 2018.</https:>

6 Véase <https:>, consultado el</https:>

20 de agosto de 2018.

7 Declaración de Dulce María Sauri Riancho, Proceso, 2177, 21 de julio de

2018.

8 Según un informe preliminar de la Comisión de Investigación de la Cámara de Diputados del caso de las tarjetas Monex y de otras instituciones financieras, que finalmente no tuvo consecuencias legales, el monto de las tarjetas repartidas por el PRI en vísperas de la elección de 2012 sobrepasó en 13 veces el gasto que le era permitido a su candidato por la ley (Aristegui Noticias, 12 de marzo de 2014).

9 el entusiasmo panista por su hazaña electoral en el año 2000 y su significado histórico como la transición a la democracia está bien captado en la obra de Guillermo H. Cantú, Asalto a Palacio. Las entrañas de una guerra, México, Grijalbo, 2001.

10 Sinembargo, 30 de marzo de 2018.

11 Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, Transición traicionada. Los derechos humanos en México durante el sexenio 2006-2012, México, cdhmapj, 2013; Javier Sicilia, Estamos hasta la madre, México, Planeta,

2011; Raúl Olmos, Fox, negocios a la sombra del poder, México, Grijalbo, 2017.

12 Animal Político, 7 de julio de 2016.

13 Bernardo Barranco (coord.), El infierno electoral. El fraude en el Estado de

México y las próximas elecciones de 2018, México, Grijalbo, 2018.

14 el concepto de “RIAN” lo empleó con frecuencia Andrés Manuel López Obrador; véase, por ejemplo, Neoporfirismo, hoy como ayer, México, Grijalbo,

2014, p. 387.

15 En un promedio de sondeos de opinión, en noviembre de 2017, López Obrador tenía una ventaja de 11 puntos sobre quien le seguía, el candidato del PRI, la que se redujo en febrero de 2018, aunque en marzo volvió a subir, y para mediados de junio de 2018 se había duplicado a poco más de 22 puntos sobre el rival más cercano, esta vez, el candidato del PAN (El País, 26 de junio de 2018).

16 Véase <http:>, consultado el 20 de agosto de 2018.</http:>

17 Time, artículo de Michael Crowley, 24 de febrero de 2014.

18 Excélsior, 9 de junio de 2013.

19 Consulta Mitofsky, “evaluación 23 trimestres de gobierno de Enrique

Peña Nieto”, 11 de noviembre de 2018.

20 De acuerdo con una encuesta publicada por el Pew research Center de Washington, 59% de la muestra se oponía a la presencia de capital externo en Pemex y sólo 34% apoyaba la posibilidad. Fuente: Global Attitudes Survey, Q. 44, primavera de 2014.

21 Forbes México, 25 de abril de 2018.

22 Ana Lilia Pérez Mendoza, Pemex rip. Vida y asesinato de la principal empresa mexicana, México, Grijalbo, 2017.

23 Cifras de Parametría, Milenio, 2 de agosto de 2018.

24 El Economista, 27 de agosto de 2018.

25 Véase <http:></http:>

enterate/noticias-de-hoy/4289-revela-snte-su-membresia>, consultada el

20 de agosto de 2018.