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Un mexicano en el infierno: "Yo estuve en Afganistán"

Repasa periodista su visita al país en conflicto en 2005 ahora que las imágenes mostrando la desesperación de los afganos por escapar de la llegada del talibán

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Escrito en MUNDO el

Las imágenes que nos llegan desde Kabul, mostrando la desesperación de los afganos por escapar a la llegada de los combatientes del Talibán nos han conmocionado. Asistimos a una nueva crisis humanitaria cuyas dimensiones desconocemos. ¿Acaso ya superamos la catástrofe de los refugiados sirios? La pandemia de covid–19 nos había hecho olvidar conflictos internacionales y tragedias nacionales. Pero allí están, con su poderosa carga de sufrimiento, tristeza y desolación, brotando nuevamente de nuestras pantallas de televisión, y de los portales de la prensa internacional: los breaking news que alteran nuestro ánimo y nuestro optimismo.

Las imágenes de los helicópteros evacuando al personal estadounidense de su embajada en Kabul hicieron recordar la caída de Saigón en abril de 1975, que ponía fin a la guerra de Vietnam. Aunque el secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, rechazó que el retiro de Afganistán fuera como el de Saigón, la comparación fue inevitable.

Con el talibán de vuelta al poder en Kabul, casi 20 años después del inicio de la ocupación estadounidense, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, se desvanecen las esperanzas de millones de afganos que creyeron que la democracia al estilo occidental, impuesta por las tropas estadounidenses y una coalición militar internacional de la OTAN, respaldada por las Naciones Unidas, mejoraría sus vidas de un modo duradero.

Estuve en Kabul y otras ciudades afganas en 2005, cuando los afganos se disponían a elegir su primera asamblea democrática, con la supervisión de la ONU. El país, uno de los más atrasados del mundo en el índice de desarrollo humano, parecía encaminarse a una mejor etapa en su tortuosa historia.

Desaparecía el régimen de terror impuesto por los fundamentalistas islámicos afganos, que oprimía sobre todo a las mujeres (por ejemplo, no podían ser revisadas por un médico y a las niñas se les negaba la escuela).

El uso de la burka, la prenda que cubre por completo el rostro y cuerpo de las mujeres afganas cuando salen de casa, me comentaban en ese entonces representantes de ONGs, era un problema menor frente a los de la insalubridad, falta de educación y de prácticamente todos los servicios de una sociedad funcional. Con todo, a la par que se combatía al talibán, se restauraban escuelas, caminos y hospitales.

El presidente Barack Obama, quien se opuso como senador a la guerra de George Bush Jr. contra Irak, consideraba a la intervención estadounidense en Afganistán, como necesaria para impedir el retorno de los extremistas del talibán y su régimen de terror y posibilitar a los afganos la reconstrucción estable de su país.


Fue “el momento Saigón de Biden”, ironizó el líder de la minoría republicana en la Cámara de Representantes, Steve Scalise, en el programa Face the Nation (15.08.21) de la cadena CBS. Y estas imágenes, comentó a su vez David E. Singer en The New York Times (16.08.21), son las que el presidente estadounidense quería evitar, es decir, las de la derrota.

Otros críticos de Biden fueron más lejos y comentaron que el presidente demócrata no pasará a la historia como un Franklin Delano Roosevelt (New Deal), sino como James Carter, quien durante su mandato soportó la victoria islámica en Irán (febrero de 1979), la ocupación de su embajada en Teherán (noviembre de 1979) y la invasión soviética en Afganistán (diciembre de 1979). Por cierto, los helicópteros también jugaron contra Carter en 1980, cuando fallaron en el desierto iraní con equipos que pretendían rescatar a los rehenes estadounidenses de la embajada. 

El vuelo de los helicópteros militares es espectacular. Lo sabía Francis Ford Coppola, cuando filmó Apocalipsis now. No olvido el comentario de algún militar de que el aparatoso helicóptero Chinook, de doble rotor, en que volamos sobre las montañas afganas, podía ser derribado fácilmente con un misil. Y conservo la fotografía que tomé de un muro en alguna construcción capturada al Talibán en 2005, que ofrece una recompensa simbólica por abatir un helicóptero estadounidense.

Ahora, en medio del caos, Estados Unidos se ha retirado de Afganistán, tras casi 20 años de combates, una sangría de dos billones de dólares y 2 mil 451 soldados estadounidenses muertos. La cifra de bajas afganas, como ocurre siempre en estos conflictos asimétricos, es mucho mayor: por lo menos 167 mil muertos, según una estimación del Watson Institute para Asuntos Públicos e Internacionales. La de Afganistán ha sido la guerra más larga librada por Estados Unidos, por la que han pasado cuatro presidentes (George W. Bush, Barack Obama, Donald Trump y él mismo). Prácticamente duró el doble que la guerra de Vietnam.

De cara a la humillación nacional estadounidense propinada por los insurgentes del Talibán, entrando victoriosos a Kabul, y en una operación inmediata de control de daños, Biden suspendió su descanso en Campo David para adelantar un mensaje previsto para mediados de semana sobre la situación en Afganistán. En su mensaje, el presidente asumió la responsabilidad del desordenado retiro con una actitud pragmática: Estados Unidos se va de Afganistán porque no está en el interés nacional de su país librar una guerra civil en otro. Reconoció que los acontecimientos se desarrollaron más rápidamente de lo previsto y que, en realidad, no había un buen momento para salir de Afganistán. Apenas el 8 de julio pasado había considerado improbable que el Talibán tomara el control del país, porque el ejército afgano tenía 300 mil soldados, entrenados y equipados por Estados Unidos, frente a solo 75 mil efectivos del Talibán. Ha quedado demostrado que no era así. Enorme fallo de inteligencia. El ejército afgano y el gobierno del presidente Ashraf Ghani, acusados de corrupción y pésima gestión, no pelearon. Los militares se rindieron y el mandatario huyó, al parecer con un cuantioso botín.

Obligado a convencer a un auditorio escéptico, Biden subrayó que no iba a combatir en una guerra civil que los propios afganos no estaban dispuestos a pelear, aunque los insurgentes del Talibán mostraron que sí pelearían la suya y debieron contar con el apoyo de la población. Para el presidente estadounidense, los objetivos de la ocupación fueron alcanzados al destruir el refugio afgano de Al-Qaeda, la red extremista islámica acusada de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, y al dar muerte a su presunto autor intelectual, Osama bin Laden cerca de diez años después, en Paquistán (11 de mayo de 2011). Recordemos que Estados Unidos ocupó militarmente el país de Asia central, luego del 11-S.

En su mensaje del lunes, Biden enfatizó la tesis de que Estados Unidos no fue a Afganistán para construir una nación (nation building), sino para castigar a los terroristas. Pero creo que, en los hechos, y me pareció comprenderlo así en Kabul, los empeños estadounidenses tuvieron ese objetivo, al promover los valores democráticos occidentales, hacer a un lado las estrictas normas islámicas impuestas por el Talibán, que afectaban sobre todo a las mujeres y niñas, y al reconstruir infraestructura dañada y otorgar programas de apoyo económico. Desde 2002, la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) destinó 3.9 mil millones de dólares a Afganistán. Todavía en junio pasado se dio una ayuda adicional por 266 millones de dólares. Era la guerra correcta, según argumentaba Obama, a diferencia de la repudiada guerra de Bush contra Irak que distraía recursos para Afganistán. La operación estadounidense en Afganistán, paradójicamente, llevaba el nombre de “Libertad duradera”.

Todos los esfuerzos y sacrificios para sacar a Afganistán de entre las ruinas, un país en guerra permanente, parecen hoy inútiles. Ya el experto Ahmed Rashid, autor del libro Talibán (2000), había advertido en su libro Descent into chaos (2009) del fracaso de la política de nation building en Afganistán porque nadie tenía una idea clara del país. Hoy, para Biden, lo importante es librar la guerra contra el terrorismo (en lo que no se diferencia de Bush) y no una guerra contrainsurgente. Estados Unidos debe “concentrarse en las amenazas presentes y no en las de ayer” y, sobre todo, bajo esa lógica, no continuar una guerra que beneficiaría a los verdaderos competidores estratégicos de Estados Unidos: China y Rusia. Es, dirían los clásicos, el interés vital.

Seguramente habrá un nuevo Game plan (expresión del finado consejero de seguridad nacional estadounidense, Zbigniew Brzezinski) en la geopolítica del área, donde los vecinos de Afganistán siguen las cosas con preocupación: Irán, India y Paquistán, así como las repúblicas islámicas ex soviéticas (Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán). Afganistán es el mayor productor de opio del mundo, con una producción de 9 mil toneladas en 2017, de acuerdo con la oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. El opio, según ese organismo, da de comer a los afganos. Seguramente, el opio también financió al Talibán, pese a que en el pasado prohibió su cultivo. Europa, por su parte, teme una nueva ola de refugiados.

¿Y las naciones islámicas amigas de Estados Unidos? Más de una estará desencantada con la actitud de Washington. La Unión Soviética abandonó a sus protegidos en Afganistán cuando retiró sus tropas en 1989. Mijail Gorbachov sabía que la sangría afgana, el Vietnam de los soviéticos, no podía continuar si quería que funcionara la perestroika. La URSS perdió a 15 mil hombres en suelo afgano, muchos abatidos por los “combatientes por la libertad” que financiaba Estados Unidos, los famosos muyahidines. Ambas intervenciones militares, la soviética y la estadounidense, resultaron un fracaso, que en el caso de la URSS precipitó, entre otras causas, el colapso del comunismo soviético.

En el caso estadounidense, hoy se registra una ola de indignación por el retiro caótico, que acentúa el polarizado debate y los ataques entre republicanos y demócratas que siguió a la derrota de Trump, pero Estados Unidos luce intacto. “La retirada estadounidense (de Afganistán) puede ser una catástrofe moral, pero no es un fracaso estratégico”, argumentó el analista David A. Graham, en la prestigiada revista The Atlantic. En efecto, las tropas estadounidenses estarán disponibles para otras misiones y otras crisis, sin descartar la de su frontera sur. Otro comentarista de la misma publicación, Tom Nichols, sostuvo con razón que la guerra afgana, en realidad, interesaba poco a los estadounidenses y éstos podrán seguir haciendo tan tranquilos sus compras en el centro comercial. Está visto que el Covid-19 les ha pegado más fuerte.

Para los afganos que creyeron en el modelo estadounidense y no pueden tomar un avión al paraíso occidental, la situación es diferente: desesperada y sin esperanzas, sobre todo para las mujeres, aunque podría esperarse que el Talibán haya aprendido la lección y muestre rasgos de reconciliación y prudencia. Un vocero insurgente, Sohail Shaeen, pareció sugerirlo en una entrevista con CNN (15.08.21), en la sostuvo que el nuevo gobierno, el nuevo califato islámico de Afganistán, permitiría a las mujeres continuar con su educación, desde la básica hasta la superior.

Luego, en su primera conferencia de prensa el martes en Kabul, el vocero del Talibán, Zabihullah Mujahid, aseguró que las mujeres podrán trabajar y estudiar, pero dentro de la sharia (ley islámica). “Necesitamos a las mujeres en nuestra sociedad”, dijo. También anunció una amnistía para quienes, como los intérpretes, trabajaron para Estados Unidos u otros gobiernos, porque “también necesitamos a la gente preparada”, y que no se dañará a los extranjeros, según el reporte de la BBC. Ojalá así sea. Además de intereses vitales, aliados y enemigos, debe haber espacio para los buenos deseos. Más cuando se orientan a personas que quieren y merecen vivir en paz, tras casi cuatro décadas de invasiones, destrucción y guerra civil.

*El autor fue Editor de Información Internacional en el diario unomásuno (1985-1988), en la revista Época (1991-1999) y en el diario El Universal (2002-2016). Viajó a Afganistán como periodista en 2005.

ACV