“Vamos a organizar evento que jale un chingo de gente, pero debe ser un evento chingón, que todos quieran ver, algo que llame la atención. Hagamos un concurso de belleza, pero… de hombres vestidos de mujer…”.

Así nació la idea en la cabeza del Margaro, -uno de mis mejores amigos en la prepa- cuando planeábamos cómo juntar fondos para nuestra fiesta de graduación. Después de las palabras de Margarito, nos volteamos a ver todos a los ojos, luego miramos a Margaro y tratamos de entender si lo decía en serio o si sólo estaba diciendo la primera estupidez que se venía a la mente, todos nos reímos y dijimos:

“¡Chingue a su madre, vamos hacer un concurso de belleza de hombres vestidos de mujer!”.

Abrimos la convocatoria y por supuesto nadie quiso jalar, todos nos mandaron al carajo. Sin embargo, en ese momento ya estábamos convencidos de que era una buena idea. El director de la escuela -a regaña dientes- aceptó la propuesta de prestarnos el espacio del auditorio para que ahí se hiciera el magno evento, hasta accedió a ser parte del jurado calificador, sólo debíamos conseguir a los concursantes y todo estaba listo.

Nadie, absolutamente nadie quiso colaborar, Jonathan dijo: “A la mierda, pinches güeyes como si por vestirse de mujer se fueran a volver “putos”, es un juego chingada madre, el chiste es que se diviertan, la pasen chido, echar desmadre, cagarnos de risa pues…” (sic).

Fue ahí cuando me cayó el veinte de que no habría forma de lograrlo, a menos que… Si lo hiciéramos nosotros mismos, que nosotros, la bola de “desmadrozos” que éramos, el dolor de cabeza de todos los maestros, los que siempre nos juntábamos para planear una broma, un chiste, componer canciones a los maestros, lo hiciéramos.

Sí, que nosotros mismos, fuéramos los que nos vistiéramos de mujer y de seguro eso sería algo que nadie esperaría.

Yo tomé prestada -sin permiso, obvio- ropa de mis hermanas mayores, un vestido entallado con estampado floral, pegadito, pegadito, unas zapatillas cerradas color rojo carmín, aretes tipo arracada, enormes, así como las que usaban Biby Gaytan y la Tesorito en la novela Dos mujeres, un camino, unas medias caladas (esas no eran de mis hermanas, eran de la tía de Jonathan), un labial que hiciera juego con mis zapatillas –por supuesto-, ¿peluca? –no, no la necesitaba- en ese entonces, como hoy, traía las greñas largas, en fin… Ya con el outfit listo, nos dimos a la tarea de transformarnos en unas verdaderas “divas” y dar lo mejor de nosotros en la pasarela.

 

Y si, así lo hicimos.

Nadie, excepto nosotros, sabíamos quiénes desfilarían en el concurso de belleza. El auditorio se llenó y ante los ojos de todos empezamos a desfilar, uno a uno, primero salió Margaro, vestido con un short a media nalga, unos huaraches, un top, sus chinos encrespados y alborotados. Luego vino Jonathan, él iba más conservador, con una falda tipo colegiala, calcetas abajo de la rodilla, peinado de dos colitas, tipo la chilindrina y una camisa blanca.

Luego salió Aranda, metido en un short de licra, una playera amarrada con un nudo arriba de la cintura y descalzo, porque no hubo zapatos de mujer que le entraran en tremenda pata de tamal. Después salió Edson, con una ombliguera, o como dicen los millennials un crop top, una minifalda y tacones de aguja, color negro. Por último, salí yo, en ese vestido entallado y estampado de flores…

Los jueces deliberaron. Sólo Jonathan, Edson y yo pasamos a la gran final, quedé en segundo lugar y Edson fue el ganador del certamen.

Logramos nuestro cometido, juntar dinero para nuestra graduación y segundo, divertirnos y echar desmadre. Fue tan divertido que después del concurso nos paseamos vestidos de mujer por toda la escuela y fue ahí cuando el Margaro se le ocurrió otra pinche “maravillosa” idea, me dijo: “Te reto a que nos vayamos vestidos así hasta tu casa”. Yo vivía a unas 4 cuadras de la escuela y pos’ dije: “Va, pero con tacones y todo el pedo”.

Nos salimos de la escuela, caminamos por la calle, todos nos chiflaban, nos aplaudían, se reían y otros más nos gritaban: “Par de maricones…”, “Ya sabíamos que eran puñales…”, “Oraleeeee pinches jotos”…

¿Jotos?

Claro que ya había escuchado ese término despectivo y seguramente yo mismo lo había utilizado con esa misma intención en algún momento, pero, ¿qué significaba realmente? No tenía ni idea.

¿Ustedes lo saben? ¿No?

Pues ahora lo sabrán…

Por ahí del 18 de noviembre de 1901, un grupo de 42 personas tuvieron una idea similar a la de Margaro, sólo que con intenciones un poco diferentes. No trataron de obtener dinero al organizar la reunión a la que muchos iban vestidos de mujer, pero si pretendían pasarla chingón. ¡Ahhhhh! otra diferencia fue que la mayoría de los organizadores de esa reunión eran homosexuales y la intención de la fiesta, tenía tintes y ánimos sexuales, en pocas palabras, estaban armando un “horchatón” masivo.

Peeeroooo…

Les cayó “la voladora” y una redada realizada por la policía que terminó con tremenda pachanga. Cuenta la leyenda -de hecho, hay muchos textos, poemas y relatos que sustentan esta historia- que muchos de los asistentes intentaron escapar del lugar, se subieron a los techos de las casas y corrieron entre las calles y callejones del lugar.

Entre ellos, estaba el yerno del entonces presidente de México, Don Porfirio Díaz, quien -según relatos- trató de esconderse dentro de un clóset de la casa. Uno de los policías, al verlo, le dijo a Ignacio de la Torre y Mier -el yerno- “Hey tú, ya salte del clóset”…

 Ignacio de la Torre y Mier

Nuestras expresiones van teniendo sentido y lógica, ¿o no?

Sí, todos hemos usado al menos una vez esa frase, cuando queremos invitar a alguien que acepte su homosexualidad y viva feliz. “Ya güey, ¿cuándo vas a salir del clóset?”, ¿a poco no?

Retomando la historia, la redada en aquella ‘horchatota’ terminó con 42 detenidos, los cuales fueron llevados a El Palacio Negro de Lecumberri. Unos dicen que el yerno no llegó a pisar la cárcel y otros dicen que sí, pero en lo que todos coinciden, es al darle el informe de la fiesta a Don Porfirio de que se detuvieron a 42 homosexuales en una fiesta; Don Porfirio de inmediato corrigió: “41, detuvieron a 41”, excluyendo por supuesto a su yerno, Don Ignacio de la Torre y Mier, el esposo de su hija favorita.

Los otros 41 detenidos en Lecumberri fueron colocados en una de las “crujías” (bloques), que estaban identificadas en función de las letras del abecedario, a ellos les tocó la crujía “J” de la prisión, en donde se mantenían aislados a los criminales de comportamiento “excéntrico”.

Los demás presos empezaron a identificar y etiquetar a las personas de ese bloque y en lugar de llamarles “presos de la crujía J” les comenzaron a llamar “jotos”.

Hasta el mismo José Guadalupe Posada hizo un grabado que tituló “Baile de los 41”, el cual fue publicado y acompañado de diversos textos y poemas:

Desde ese famosísimo evento, se el número cabalístico “41”, que asegura que el hombre al llegar a esa edad, le entra la cosquillita de experimentar “cosas nuevas”.

Yo, opino como mi abuela, “el que es gay, es gay, pos ni que fuera gripa para contagiarse o curarse”.

¡Qué bueno que no vivamos en 1901 cuando al Margaro se le ocurrió la idea de andar por la calle vestidos de mujer! Aunque por muchos años de “jots” no nos bajaron, nos importó poco y siempre que nos reunimos a echar el trago banquetero, recordamos nuestro momento de fama y reímos por horas de nuestras “joterías”.