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CRÓNICA: realidad de hacerse una prueba covid en Veracruz

A pocos días de anunciada la primera ola, miles de personas hacen largas filas para esperar su prueba covid; viven en medio de miedo y personas

Escrito en VERACRUZ el

“No, ya no hay citas disponibles para pruebas ni para mañana ni para pasado. El doctor llega a las 4:30, si haces fila afuera igual y pasas rápido”, me dice la cajera de la farmacia mientras la garganta me palpita por el ardor. Está declarada la tercera ola covid en Veracruz.

Salgo del local ubicado en la calle Independencia para “apartar turno” en la puerta del consultorio, afuera hay más de 34 grados centígrados, pero la humedad de julio crea una sensación de 40. Son las 3:00, debo esperar hora y media con la panza vacía, porque cumplí con el ayuno de dos horas para la prueba rápida.

El hambre me da un poco de esperanza, “enfermo que come y mea, que el diablo se lo crea”, decía mi abuela.

La próxima hora y media la pasaré al lado de un señor que está sentado y habla solo. Atrás de la señora que vende boletos de lotería -me admiró al verla tan cerca de potenciales pacientes covid sin cubrebocas-, y más cerca de lo que quisiera de una panadería que seguro está horneando.

Olfato, todavía huelo. Mientras espero pienso como será pasar 15 días encerrada en lo que me curo. “Si es que no me muero”, me susurra la paranoia.

Empiezo a pensar en actividades y a planear como comprar despensa cuando en una de las mesas del restaurante que está al lado, un señor me hace señas.

Señala con el índice al parlante solitario y luego lleva su dedo a la altura de la cien y hace círculos de atrás hacia adelante. “Está loquito” me dice. “A estas alturas ¿Quién no lo está?”, pienso. Dan las 3:45.

El hombre mayor me empieza a preguntar que dónde me contagié, que síntomas tengo, y le confieso al extraño que fui a un bar. Deduzco que pasa en ese lugar mucho tiempo todos los días. En 15 minutos 3 de cada 10 transeúntes lo saludaron amigablemente.

Llega una señora cómo de 60 años y se sienta frente a mí. “Conviví con un positivo”, me dice en tono solemne mientras se abanica. “Ayer como que me dolía la cabeza”. El “loquito del centro” que hablaba solo se va.

A las 4:00 ya se habían sumado otras 4 personas a la fila y me entero de que pasarán primero los que hicieron cita por internet, soy millennial, pero me siento baby boomer sin mi hojita de la cita con código QR y toda la faramalla.

“Cómete un volován, no creo que pase nada”, me dice la señora de enfrente, y antes de que termine la frase ya me voy enfilando a la panadería, “yo me comí unos huevitos antes de venir”, me dice para darme confianza.

Las personas siguen llegando, ya van como 6 y trato de adivinar cuantos tienen cita previa mientras las boronas de mi tentempié me caen en la blusa.

Pienso a cuantas personas les tengo que avisar que tengo covid, “en la oficina, los del ejercicio y a la amiga que visité el fin”.

4:23 llega el doctor. Lo sé por qué el señor popular que está cerca de mí lo señala, “es bien buena onda, rapidito vas a pasar”.

4:30 sale el doctor Claudio, un hombre joven, pero con semblante cansado, con una bata azul y cubrebocas llama primero a la chica con cita.

4:45 es mi turno. "¿Nombre? ¿Edad? ¿Síntomas?" Contesto todo un poco aturdida por la luz de la lámpara de tungsteno, el fin del cuestionario es el inicio de la parte temida. El isopo en la nariz. Es mi primera prueba después de casi año y medio de pandemia.

Me piden solo descubrirme la nariz, no abrir la boca para nada y siento el virus mortal emanando de mi ser.

Si es incómodo que tomen la muestra, pero tampoco es para tanto, pienso. La sensación de que "violaron mi nariz" se queda unos segundos y la precede la incertidumbre final.

4:56 "Es negativo" me dice el doctor.

Me vuelve el ánima al cuerpo y mentalmente se cancela mi agenda de cuarentena mientras salgo del consultorio.

"¿Que fue güerita?", me dice el señor popular acompañado por dos hombres mayores. Los tres esperan mi respuesta.

- ¡Negativo! Y sonrío debajo de mi cubrebocas azul.



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